Inicio de Las noches en La Casa del Sol Naciente:

Bajó las piernas, que tenía cruzadas sobre el escritorio, se levantó del sillón reclinable, en el que dormitaba con el sombrero de fieltro sobre la mitad superior de su rostro, y se dirigió a la puerta. Al abrir se sintió nuevamente defraudado con el hecho de que quien llegara a buscarlo no fuera una de esas mujeres elegantes que siempre en las películas aparecen por los despachos de los detectives para encargarles un caso que sólo ellos podrían resolver. En cambio, y para colmo, el tipo que tenía enfrente parecía la viva estampa de un condenado a muerte: el pelo, ni corto ni largo, desordenado sobre la cabeza; un jean desteñido, una camiseta blanca con una pátina amarillenta en los sobacos; unos Converse negros bastante maltratados; una barba de por lo menos tres semanas; unas ojeras amplísimas; los ojos vidriosos y un aliento alcohólico para el que medio metro de distancia no significaba nada. De haber estado ahí en la oficina y no en el balcón posterior del apartamento, junto a la pila, Káiser habría bufado, en actitud de alerta.

No pudo evitar López ver a su nuevo cliente de arriba abajo mientras sujetaba el pomo de la puerta, en la que se leía, sobre una placa discreta, el anuncio pomposo: “Edgar Allan D. López Davis. Detective privado”, y bloqueaba, de manera preventiva, la entrada a aquella visita. El tipo se presentó con un buenos días y una tarjeta blanca con el nombre W. Black en letras negras. Al ver el rostro pasmado de López, pronunció el apellido de la tarjeta: Black, y agregó: soy Black, el que llamó por teléfono. López lo hizo pasar a su pequeño despacho, un espacio de cuatro por cuatro metros con el mobiliario mínimo: un escritorio, una lámpara alta detrás y a un lado, un estante mediano con libros y carpetas al extremo derecho, próximo a la puerta de entrada, y un archivo metálico al otro extremo, junto a una ventana que daba a un balcón interior del edificio. Quien reparara en la puerta del despacho, situada atrás y a la izquierda del escritorio, podría imaginar del otro lado una cama, una mesita de noche con lámpara, un armario, una canasta plástica para la ropa sucia, lo que, efectivamente se correspondía con la realidad, pero lo que nadie imaginaría sería el cuerpo de la mujer desnuda, envuelta entre las sábanas, que había pasado la noche con el detective, como tantas otras noches en que la soledad le parecía un asunto de urgente tratamiento; y menos todavía podría imaginar a su perro Káiser, confinado en el balcón posterior, al pie de la pila, junto al tendedero de ropa, como cada vez que su amo tiene visitas profesionales. Lo único comprobable detrás de aquella puerta para ese tipo llamado Black eran las notas de Eye in the Sky, de The Alan Parsons Project, que dejaba oír una radio portátil que López había llevado de su escritorio a la habitación.

Se trata de una mujer, dijo Black, al sentarse frente al escritorio. Con sus dedos entrelazados sobre la superficie de madera, López pensó: siempre se trata de una mujer, y pensó también, como en cámara rápida, en algunos de sus casos anteriores: el primero en su historial como detective, sobre varias hermanas dedicadas a la prostitución, dos de las cuales terminaron muertas; luego el de la casada infiel, que había dejado a su marido para huir con un pastor evangélico; más reciente era el que los medios de comunicación bautizaron como “El caso de la mujer vampiro”, que mordía el cuello de sus víctimas, todos hombres, dejándoles chupetones como su firma delictiva, luego de dormirlos con un confite que les pasaba con un beso en la boca; y el último y más curioso de todos: el de la mujer que había contratado sus servicios para averiguar con quién le ponía los cuernos su novia, quien resultó ser una poetisa a la que en el mundillo literario llamaban “la poetisa orgásmica”, pues leía versos en medio de un aparente éxtasis sexual. Había trabajado en otros casos durante su corta carrera como detective privado, algunos de ellos relacionados con asuntos más peligrosos, pero esos cuatro le parecían los más memorables.

Una mujer, repitió, viendo fijamente el rostro de aquel pobre infeliz que tenía enfrente. Y entonces éste, que se apellidaba Black después de un nombre oculto en la inicial W., que parecía un cuarentón malenrachado, le contó, en una especie de confesión religiosa, su vida durante el último año con una mujer de nombre Natalia Paola B. Fernández, de 27 años, teibolera, probablemente prostituta y hábil extorsionadora, que había muerto estrangulada presuntamente a manos de Wilmer Owen Leiva Fernández, alias Wilmerio, primo y además amante de la susodicha, ahora desaparecido, según la información que había obtenido de la policía.

Quiero que usted encuentre al tal Wilmerio, dijo Black, y cuando lo haga, cobre lo suyo y se olvide de toda esta historia. Involucrarme no es parte de mi trabajo, replicó López, y por un instante vio que el tipo se contraía sobre la silla; sólo averiguo y cobro por la información que doy a mis clientes; lo demás es silencio.

El trato se cerró con un adelanto de cinco mil lempiras, la garantía, por parte del detective, de llamarlo por teléfono cada vez que tuviera nuevas pistas y un apretón de manos, que a López le sorprendió por la fuerza que su nuevo cliente concentró en el gesto.

Sólo una pregunta, dijo López, y ante el silencio expectante del otro, agregó: Natalia B. ¿B de qué? Me avisa cuando lo sepa, contestó Black, levantándose de la silla.