Mi nuevo artículo en Tercer Mundo:
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La hipocresía es una forma natural de la ficción. Quizá por eso me gusta tanto. No se alarmen ni se froten las manos en actitud expectante, que no será esto la confesión de un hipócrita a punto de alcanzar el cenit de su vida, que es, se supone, lo que significa estar cerca de cumplir los cuarenta años, sino, quizá, tan sólo la explicación de por qué me complace identificar la hipocresía en las personas con las que convivo o con las que me tengo que cruzar de vez en cuando.
La hipocresía es, nos dice el DRAE, un fingimiento, y a mí eso de
fingir siempre me ha parecido un asunto digno de admirar. Y de imitar, incluso,
aunque no en todos los casos. Yo mismo soy un fingidor, pero casi sólo cuando
escribo, porque en la vida, la verdad, fingir es algo que me resulta bastante
complicado y hasta repulsivo. Casi vomitivo, pues.
Recuerdo haber fingido, sin embargo, en mis días de reportero de la
nota roja en el ya extinto Diario Tiempo, cuando llegaba a la escena del crimen
y tenía que averiguar los datos esenciales de la víctima: nombre, edad,
ocupación, hipótesis sobre su muerte…, datos que, casi siempre, sólo podían
completarse con el acercamiento a los familiares, y con gestos compungidos, de
aparente identificación con la causa de su sufrimiento. Y si digo “aparente” es
porque mi propósito era ese, aparentar solidaridad, dolor incluso, aunque en el
fondo, en ciertos casos, llegara a pensar que quizá bien merecido se lo había
tenido, etcétera. Perdonen ustedes, pero después de una semana de asistir, como
reportero, a esas hermosas escenas criminales que nos suele regalar este hondo
paraíso llamado Honduras, yo ya empecé a perder la sensibilidad y dejó de
revolvérseme el estómago y me volví el tipo frío que, en muchas circunstancias
de mi vida actual, demuestro ser con la más absoluta calma.
Finjo también, y esto es algo que algunos no parecen haber captado de
mis habituales emisiones en las redes sociales, cuando opino solemnemente sobre
temas sensibles de nuestra vida en este país profundo. Hace días dije que “cada vez que alguien pone una x en, por
ejemplo, “todxs”, un hombre machista y violento deja de pegarle a una mujer o
le perdona la vida o deja de pensar en acosarla o violarla o se arrepiente de
haberlo hecho” y hubo reacciones diversas, obviamente, pero las más divertidas
fueron las que demostraban, con caritas de asombro o con comentarios, que no
habían entendido la intención de mi mensaje. Alguien llegó a desmentirme
llamándome, prácticamente, ingenuo por creer semejante cosa. Otros dos se
sumaron a mi “causa” por la inclusión de la mujer en el lenguaje, o algo así.
La mayoría, por suerte, puso simples pulgares levantados, corazones o caritas
de risa, lo que me permite suponer que ellos sí entendieron, o al menos,
advertidos de lo que suelo yo hacer en esas redes sociales, fingieron hacerlo.
Ya ven ustedes, fingir con fingir se paga.
A eso de fingir para “dar a entender algo contrario o diferente de lo
que se dice” se le llama, ya deben ustedes saberlo, ironía, y la ironía no
suele ser apreciada en las redes sociales, que constituyen, también se sabe,
sobre todo desde que Umberto Eco se animara a decirlo, una especie de ágora
para los idiotas. Y pensar que ahí jugamos todos a ser eso que, como diría
Cortázar, vaya a saber si somos.
Ahí en las redes sociales no somos muy apreciados los que fingimos de
esta manera, pero sí los que fingen de la manera contraria; es decir, los
hipócritas. Porque, aunque la hipocresía y la ironía tengan el mismo componente
del fingimiento, el uso de este componente es distinto en cada una. En las
redes sociales los hipócritas son los reyes del mambo, y los irónicos, aunque
movemos a veces a risa a los más cautos, somos vistos como parias, como bichos
raros, como intrusos, como gente que no está en sintonía con la vida. Con esa
vida hipócrita, pues (en todo caso).
La ironía y el sarcasmo constituyen el terreno propicio para que los buenos
lectores demuestren lo malos lectores que son. Si la hipocresía funciona como una
forma natural de la ficción, la ironía y el sarcasmo funcionan como un examen
de inteligencia. Para captar la ironía y el sarcasmo se requiere de una
“lectura creativa”; es decir, resulta necesaria la capacidad para darle vuelta
a las palabras o al tono de esas palabras para comprender que la intención de
quien las escribió o de quien las dijo no tiene nada que ver con el valor
denotativo de lo enunciado sino con lo contrario.
Pasa con todo, en Facebook, en la literatura y en la vida; mucha gente
entiende lo contrario de lo que debería entender simplemente por no saber leer,
porque si supiera leer, entendería que muchas cosas no deben leerse de manera
literal sino atribuyéndoles un valor connotativo. Esto, obviamente, constituye
una paradoja, que es la esencia de la ironía. La ironía consiste, ya lo sabemos,
en decir intencionalmente algo utilizando palabras que indican lo contrario. Y
la paradoja en los malos lectores está en que al leer un texto cargado de ironía,
no le reconocen el valor connotativo sino que lo asumen del modo convencional,
y por lo tanto se privan del significado opuesto, que sería el correcto.
Pero bueno. Volvamos, mejor, a lo de la hipocresía.
Admiro, sí, como ya he dicho, a las personas que fingen para quedar
bien con los demás, esas que venden, como si se tratara del casting para un drama cinematográfico,
sus mejores gestos de genuina hipocresía. Admiro su disposición para la
actuación e imagino, justo antes de su puesta en escena, el “ensamblaje” de sus
gestos, la repetición del guion, para que nada falle y surta el efecto deseado.
Así, ni más ni menos, se concibe la escritura de ficciones.
Yo, que muy cabrón he sido en la vida, nunca he sido, sin embargo,
aquel en cuyo rostro se puede identificar la hipocresía. Y esto lo digo sin
ironía. Prefiero incluso caer mal de entrada (no alegrarme con ellos, no
solidarizarme con ellos, no decirles lo que ellos esperan) que convivir,
mientras tanto, más que con ellos, con mis gestos fingidos y mis palabras
infladas apenas como un globo de ilusión a punto de romperse.
Por eso, suele decir mi madre, yo soy un
amargado, por eso yo no accedo a la felicidad. Y es que me cuesta convivir con
esas formas de la felicidad que se expresan desde la absoluta tolerancia “para
no entrar en conflictos”. Un perro o un vecino llega a orinarse al patio de
nuestra casa, pero los culpables somos nosotros por no reaccionar de una manera
apacible, pacífica y educada. La escuela pone a nuestros hijos a bailar zumba,
pero los culpables seremos nosotros por no ser receptivos, tolerantes y
modernos. Un animal nos echa el carro encima en la calle, pero los culpables
somos nosotros por reaccionar verbalmente a esa imprudencia que pudo costarnos
la vida. El Gobierno roba, saquea, mata y se ríe de nosotros, pero los
culpables somos nosotros por protestar, por no querer vivir en paz.
A eso se reduce la felicidad en estos
tiempos, pienso entonces, a dejar pasar la vida como si no pasara nada. La vida
entonces, aquí, es eso que pasa mientras nosotros fingimos estar bien, ser
tolerantes, educados y felices. Y hasta buenos cristianos.
Pero yo, ya lo dije, no soy ese hipócrita
que deja que las cosas ocurran como si no ocurriera nada, yo no voy a fingir
que todo me parece bien sólo para no entrar en conflictos, para estar en paz
con los demás. Y por eso es que, a pesar de la sonrisa que no le niego a nadie,
pueden verme aquí despotricando, siendo ese amargado que dice mi madre que soy,
ejercitándome en el arte de escurrirse de la fiebre hipócrita de los demás.
Así, fiel a lo que sé y a lo que pienso, me
embarco en luchas que los otros han de ver desde lejos y con media sonrisa
hipócrita y nerviosa, como esa que tiene que ver con el intento, por parte de cierta
gente insulsa, de “purgar” a la literatura de las “malas vibras”, pretendiendo
extirparle las ofensas y hasta las “malas palabras”, para que no transmita
“antivalores”, para que no contribuya a la “exclusión”, al “irrespeto” y a la
“intolerancia”. “¡Púrguenme ésta!”, les digo, con mi característico espíritu
deportivo, aunque les parezca inapropiado, impropio de mí, “todo un profesor de
Letras en la universidad”, “todo un padre de familia”, etcétera. Así, fiel a lo
que sé y a lo que pienso, defiendo la lectura sin prejuicios ni limitaciones,
sin censuras ni imposiciones, como defiendo la escritura desde la libertad
individual, pero también desde la formación y el conocimiento, esenciales para
que un escritor no se crea el artífice o el descubridor de algo tan elemental
como el proceso del calentamiento del agua en esta aldeíta tercermundista
llamada Honduras.
Llevo ya algunos añitos cultivando el arte
de escurrirme de la hipocresía, tan pegajosa, y por eso, seguramente, es que me
he ganado la suerte de repeler a cierto tipo de gente que al menos parece tener
alguna habilidad para percibir que, de conocernos personalmente, no me caería
bien y por eso opta, así, a la distancia, a través del oportuno filtro de la
distancia, por decirse que yo soy lo que ellos creen o quieren creer. He sabido de gente que dice (y cree), aún
sin conocerme, quizá tan sólo por haber leído alguna opinión mía, como la que
cité anteriormente sobre el uso de la x, que soy machista y hasta misógino. Un
reduccionismo propio de gente sin mucha inteligencia, incapaz de ver todo más
allá del blanco y negro.
En ocasiones como esa en la que alguien se encarga de informarnos al
respecto es que uno llega a enterarse, por ejemplo, de su machismo y su
misoginia y lo único que faltaría para confirmarlo sería un diploma con las
firmas y los sellos correspondientes. Yo a veces dudo incluso sobre lo que he
opinado cuando viene alguien a informarme, con un comentario en las redes
sociales, que yo no tengo derecho a opinar, y mucho menos a opinar con algo de
humor, porque no soy militante político o feminista o activista ecológico o
vegetariano, etcétera. Dudo, en esos momentos, de mis propias opiniones y me
autoflagelo, como un auténtico reconocedor de mi culpa, para hacerme ver que la
próxima vez debo ser prudente, comedido, respetuoso y open mind.
Porque en estos tiempos está de moda ser open mind; no suelen aceptarse ya los que, como yo, discrepamos y nos
exasperamos incluso mientras lo hacemos, los que disentimos y en lugar de aceptar
libremente que los tontos campeen a sus anchas, alzamos la mano y con ceño
fruncido decimos lo que pensamos; nosotros, los que solemos ser llamados
“conservadores” por no ser open mind
con la estupidez humana, que como ya lo dijo Einstein desde hace un montón de
años, es, tristemente, infinita. Pero nosotros los inconformes, los amargados,
los criticones, los que no tenemos sosiego, los que no somos hipócritas ni
tratamos de engañarnos a nosotros mismos, somos, quizá, el modesto peso en
contra en la balanza que sostiene, en estos tiempos modernos, toda la
imbecilidad del mundo. También tenemos un papel en esta gran impostura. Sepan,
por favor, tolerarnos, y seamos felices, cada uno a su manera.