Mi nuevo artículo en Literofilia va sobre novela negra:

Imagen de: SOLO NOVELA NEGRA.
Agatha Christie publicó, al parecer, 66 novelas policiales entre 1920 y 1976. Probablemente una de las más famosas es El asesinato de Roger Ackroyd, y es justo la primera novela que yo leí de esta autora británica nacida en 1890 y fallecida en 1976. Ese primer acercamiento mío a la obra de Agatha Christie pudo haber ocurrido allá por 1995, a mis 15 años, cuando luego de un año viviendo en Tegucigalpa, volví a mi pueblo para quedarme dos años más, antes de mi nueva partida. 1995 y 1996, recuerdo, fueron los años en los que afiancé mi afición por los libros, producto, quizá, de una combinación fortuita: las tardes de mi pueblo eran aburridísimas y yo encontré una forma de mitigar ese aburrimiento en la pequeña biblioteca de un amigo. En esa biblioteca había joyas que representaron para mí un feliz descubrimiento: una voluminosa antología de poesía hondureña, la poesía completa de Darío y unas 50 de las 66 novelas policiales escritas por Agatha Christie.
Hercules Poirot, el detective protagonista de muchas de esas novelas, fue, entonces, el primer detective que yo conocí en la literatura, antes que el Auguste Dupin de Edgar Allan Poe o el Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle, y me impresionaron de él, desde el principio, su obsesión por la simetría y su capacidad deductiva. Christie, Poe y Conan Doyle son claros ejemplos de autores del género policial en la literatura, que se caracteriza por la resolución de un caso a través de la figura de un detective intuitivo, observador, analítico y deductivo, y éste es el tipo de literatura que más se emparenta con ese otro género que en la actualidad se conoce como “género negro”.
El género negro en la literatura empieza a manifestarse en Estados Unidos a principios del Siglo XX y tiene a Raymond Chandler y a Dashiell Hammett como los grandes referentes. Desde entonces empezó a hablarse de un tipo de novela en el que la resolución de un caso no fuera lo más importante sino la representación de una realidad con una atmósfera oscura en la que imperan la violencia, el crimen, la corrupción, con personajes atormentados y solitarios o ensimismados. Todo, producto de la sociedad de la época, en la que difícilmente podía seguirse pensando en historias de detectives que apelando a su inteligencia pudieran restablecer el orden del mundo. Así, el detective que en la novela policial se presenta como observador, analítico y deductivo, y que, en definitiva, es el protagonista de la historia, en la novela negra aparece como un personaje al margen de la sociedad, con problemas personales, que investiga los hechos en una trama generalmente cargada de violencia, que se mueve continuamente entre el bien y el mal y que no necesariamente ha de llevarnos a la resolución del caso o del crimen.
En la actualidad el género negro ha llegado a tener una importancia capital en el contexto de la literatura mundial, con un incremento significativo de su número de lectores. Así, autores como Stieg Larsson, James Elrroy, Henning Mankell o Camila Lackberg, en el ámbito internacional más amplio, y Paco Ignacio Taibo II, Leonardo Padura y Élmer Mendoza, en Latinoamérica, podrían considerarse entre los exponentes más importantes del género.
Pero, ¿cómo es la novela negra actual? Las últimas manifestaciones de este tipo de novela traen consigo la hibridación de géneros, y aún más, de estilos. Al policial clásico se le ha modificado la figura del detective y se le han sumado la violencia y la corrupción para dar paso a lo que se denomina, en sentido estricto, “novela negra”, pero esta última tampoco se mantiene en la actualidad con el nivel de pureza de las primeras décadas del Siglo XX y la vemos como una mezcla con el thriller o suspense o con el periodismo, con variantes como la llamada “narconovela”, enfocada en la dinámica contemporánea del narcotráfico, o el domestic noir, en el que la tradicional figura del detective se diluye y el papel protagónico recae en una mujer, generalmente en espacios alejados de las calles violentas, de las drogas y de la delincuencia, espacios más cerrados, íntimos, domésticos. La chica del tren, de Paula Hawkins, es el mejor ejemplo de este tipo de novela.
Hay quienes resienten que lo que en la actualidad se conoce como “novela negra” ya no lo sea como era al principio, es decir, allá por los años 20 del siglo pasado en Estados Unidos, pero yo, que aunque respeto las tradiciones, me gusta jugar con ellas, me regodeo del placer al comprobar que un género literario no se mantiene incólume durante todo un enorme siglo. Así, las novelas de La Trilogía de Nueva York, de Paul Auster, que aunque juegan conscientemente con los elementos de la novela negra lo que resultan ser son thrillers existenciales; o la propuesta de Cristina Rivera Garza con La muerte me da, que combina, en una historia de cadáveres de hombres castrados, el suspense con una prosa elíptica y poética, se me antojan felices convergencias del género negro con otro tipo de narrativa.
En Centroamérica el género negro tiene escasos referentes. Se citan al salvadoreño Rafael Menjívar Ochoa y al guatemalteco Dante Liano, que no he leído, pero también a Rodrigo Rey Rosa (Caballeriza) y a Horacio Castellanos Moya (Baile con serpientes y El arma en el hombre). Estos últimos dos autores, específicamente en las novelas mencionadas, con los componentes de la investigación y la violencia, tienen sutiles acercamientos al género negro, se puede decir que flirtean con él, pero no creo que entre sus intenciones haya estado la de escribir una novela negra y ni siquiera una forma personalísima de novela negra.
Sergio Ramírez, con El cielo llora por mí (2008), sí que pisa fuerte el terreno de la novela negra. En ella, el inspector Dolores Morales y el subinspector Bert Dixon, a quien se le conoce como Lord Dixon, siguen la pista del cadáver de una mujer y de una embarcación abandonada en Laguna de Perlas, en la Nicaragua contemporánea. A partir de ahí la investigación, que recurre accidentalmente a los servicios de espionaje de doña Sofía, la señora que hace la limpieza en el edificio de la Policía Nacional en Managua, deriva en un asunto más complejo que involucra a cárteles de la droga de México y Colombia. La construcción del caso que hace Sergio Ramírez en esta novela es digna de la mejor tradición de la novela negra, con una prosa que combina lo literario, generalmente en las descripciones del narrador, y lo coloquial, a través de los diálogos de los personajes. La novela posee los elementos esenciales del género: un investigador (el inspector Morales), un ayudante (Lord Dixon), varios muertos (Sheila Marenco, la primera de las víctimas) y el enigma respecto a la identidad del homicida. Ramírez le agrega el humor, un humor muy centroamericano, a través de los diálogos de los personajes principales, algo que también identificamos, por ejemplo, en los personajes detectives del Zurdo Mendieta, de Élmer Mendoza, Héctor Belascoarán Shayne, de Paco Ignacio Taibo II, y Mario Conde, de Leonardo Padura.
Sergio Ramírez acaba de publicar Ya nadie llora por mí, una segunda novela negra con el personaje del inspector Dolores Morales, con la cual apunta definitivamente su nombre en esa tendencia entre los autores de este género de darle continuidad a las historias de sus detectives.
Citables también son en Centroamérica el guatemalteco Francisco Alejandro Méndez (que tiene varias novelas con un comisario de nombre Wenceslao Pérez Chanán), la salvadoreña Jacinta Escudos (El asesino melancólico), el nicaragüense Arquímedes González (El Fabuloso Blackwell), los costarricenses Daniel Quirós (Verano rojo) y Warren Ulloa (Elefantes de grafito), y en Honduras Ernesto Bondy (Caribe Cocaine y La mitad roja del puente).
Hace algunos años me entró la curiosidad por la novela negra; es decir, quise saber si podía escribir una. El resultado acabó con el título Los días y los muertos y ganó un premio centroamericano. Mientras escribía pensaba en los elementos que debe tener una novela de ese tipo. Esencial, dice Ricardo Piglia, es la figura del detective, un tipo de personaje solitario, que no esté atado a esa “debilidad” llamada familia, que tiene una visión distinta -independientemente de si es policía o no-, de la sociedad y que por lo tanto se muestra como alguien que va contra las convenciones, que procede a su manera, y que no necesariamente es un modelo a seguir. Así, me inventé a un periodista que la mala suerte hizo que terminara investigando unos crímenes más allá de su responsabilidad laboral. Le puse un nombre extravagante, parcialmente inventado por él mismo en la novela, porque recordé que Paco Ignacio Taibo II dijo alguna vez que había escogido el nombre de Héctor Belascoarán Shayne para su detective porque necesitaba que fuera un nombre memorable, y lo imaginé como un tipo muy serio en su trabajo, algo paranoico, nostálgico por un amor perdido y con una única debilidad: las prostitutas. Y así fue como me lancé a la aventura.
En los últimos años me he propuesto seguir más de cerca la ruta de la novela negra, como lector y como escritor, y así, mientras leía a los autores que ya he citado, terminé hace poco otra novela en la que retomo los elementos del género negro para jugar a mi antojo con ellos.
He terminado esta otra novela y ya siento que mi detective tiene más casos en los que trabajar, y es que en sociedades como las de este Tercer Mundo en el que vivimos, tan dadas a la violencia y a la corrupción, la novela negra hasta parece ser un tipo de literatura necesaria. Sin embargo, creo, no hay que caer en el facilismo de reproducir la realidad con los afanes del realismo decimonónico, porque eso ya lo hace, aunque con mucho desacierto en la mayoría de los casos, el periodismo. La misión, supongo, de un autor de novela negra en nuestro tiempo y contexto es intentar ir más allá del realismo machacón, para que ese tipo de novela se distancie lo suficiente del periodismo, de la realidad, y se convierta definitivamente en una obra literaria con una propuesta interesante. Sergio Ramírez lo hace en El cielo llora por mí y su detective, el inspector Dolores Morales, que vuelve en una segunda novela, quizá nos esté dejando pistas que deberíamos seguir con suficiente atención.