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Una plaza del centro de Santiago. A la derecha la antigua Casa Presidencial.
Santiago de Chile es una ciudad cachimbona. Lo poco que conocí de ella me dejó una buenísima impresión. Parece una ciudad europea. Hay que decir, claro, que sólo salir de estas Honduras de vez en cuando da para pensar que todo el resto del mundo es mejor. Cómo no pensar en eso si uno camina por las calles de otros países, a cualquier hora del día o de la noche, sin miedo a que lo asalten. Esa sensación de seguridad ya la viví en mis tres años en España y volví a experimentarla en algunas zonas del D.F. mexicano y en las calles del centro de Santiago hace poco, y debo decir que es una sensación deliciosa.

Una esquina del Paseo Huérfanos, que recorrí una mañana en busca de un desayuno.
En la FILSA, mi segunda aventura en una feria internacional del libro (la primera fue la FILUNI, de México, en agosto) tuve la oportunidad de ver la mayor cantidad de libros en mi vida concentrados en un solo lugar. Una antigua estación de tren alberga en la actualidad un centro cultural llamado «Estación Mapocho», ubicado en el barrio del mismo nombre en el centro de Santiago, y es ahí en donde cada año se realiza la Feria Internacional de Libro.
Italia era el país invitado de la feria y los libros de sus autores recibían a los visitantes desde las primeras salas del recinto. Luego uno accedía al espacio principal, inmenso, con los puestos de las principales editoriales y flanqueado por las distintas salas en donde se desarrollaba el programa cultural, además de cafés y restaurantes. Más al fondo había otro espacio al aire libre con un tamaño similar al del espacio principal, con más puestos de editoriales y librerías en los que uno podía encontrarse, por ejemplo, La costa de los mosquitos, de Paul Theroux, a un equivalente de 35 lempiras.
Tuve la oportunidad de asistir a la presentación de la novela El Salvaje, de Guillermo Arriaga, que además de novelista es guionista de cine, autor de los guiones de las películas Amores perros, Los tres entierros de Melquiades Estrada, 21 gramos y Babel, y también a un conversatorio con Mario Bellatin, que lastimosamente tuve que abandonar faltando poco para que terminara pues debía ir a la sala en donde yo iba a presentar mi novela.
Una charla a estudiantes de secundaria, la presentación de mi novela Los días y los muertos y un conversatorio sobre novela negra con el novelista chileno Ramón Díaz Eterovic fueron mis participaciones en el programa cultural de la feria. Fue curioso que los dos últimos eventos coincidieran con el partido de repechaje de la Selección Nacional de fútbol, lo que nos puso a todos un poco nerviosos, pero afortunadamente no impidió que tuviéramos una buena asistencia de público, comprendido mayoritariamente por hondureños radicados en Santiago, invitados especiales de la Embajada de Honduras en Chile y lectores de Ramón Díaz Eterovic.
Entre otros libros, Díaz Eterovic tiene una serie de novelas policiales cuyo personaje principal, el detective Heredia, vive precisamente en el barrio Mapocho y se mueve por esas calles que yo anduve recorriendo en busca de café y comida durante los días previos, antes de tener la oportunidad de contar con la guía del colega chileno en mi última noche en Santiago, con quien bebimos cervezas y vino y cenamos un caldillo congrio en el bar La Unión, que, según me dijo, frecuentaba el poeta Jorge Teillier, y recorrimos algunas de las principales calles del centro de la ciudad.

Ramón Díaz Eterovic en la noche de Santiago.
Mi regreso el sábado 11 estuvo marcado por la mala suerte. Después de una hora esperando en el avión de salida nos comunicaron que debíamos bajar debido a un desperfecto mecánico, por lo que tuve que echarme siete horas de fila de pie, esperando que me reprogramaran los vuelos. Un día más en Santiago, que aproveché para dormir lo que no había podido dormir la noche previa, en el hotel que me asignaron, y para terminar de leer La uruguaya, una magnífica novela del argentino Pedro Mairal que había empezado a leer saliendo de San Pedro Sula.