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Sara Rolla, que fue mi profesora en UNAH-VS, leyó el siguiente texto durante la presentación de mi novela Los días y los muertos precisamente ahí en la universidad hace algunas semanas. Hoy, ese texto apareció publicado en El Heraldo:
Seré muy breve y espero que contundente. Me gusta esta novela, que nos demuestra que en Honduras han madurado mucho, a nivel institucional, los criterios a la hora de otorgar premios literarios.
Desde el título mismo, Los días y los muertos, la obra nos envía, probablemente, un guiño intertextual. A riesgo de ser algo especulativa, les diré que a mí me sugiere una reminiscencia, sin duda bastante irónica, del poema de Hesíodo Los trabajos y los días. Los días, en el título de la novela, no son aquellas cándidas jornadas campestres, y los trabajos, que los hay, tienen un carácter mucho menos productivo e ingenuo.
Ingeniosamente estructurada, con un juego sutil de planos narrativos, la novela nos sumerge en la realidad social enajenada y enajenante (y culturalmente primitiva) en que nos movemos a diario los habitantes de este sufrido país de nombre infaustamente alegórico.
Como telón de fondo y, afortunadamente, fuera de toda voluntad testimonial, se despliega el amargo escenario urbano en que vivimos, o más bien morimos, parafraseando el admirable verso de Sosa dedicado a Tegucigalpa, pero muy aplicable a esta nuestra “ciudad del Adelantado” (el que, en efecto, se adelantó a tantos saqueadores que vinieron luego). El propio autor deja constancia, en un reportaje, del sentido de la ambientación de la trama:
“La novela está ambientada en la San Pedro Sula violenta y sangrienta de la actualidad. Al escribirla he querido representar (…) lo que significa vivir en una ciudad como ésta, en la que nos vamos acostumbrando, de manera pasmosa, a la inseguridad, a la violencia y a la muerte”. (“La Prensa”, edición electrónica, 22 de febrero de 2017)
En la contratapa de la novela, Rodríguez hace una excelente caracterización del texto y apunta que, en relación con su ubicación genérica, la obra “flirtea con el género policial pero también con el thriller psicológico…” En efecto, hay muchos elementos de la llamada “novela negra” en esta obra. Recordemos que se trata de una especie narrativa en la que la resolución del caso policial “no es el objetivo principal y los argumentos son habitualmente muy violentos; la división entre buenos y malos se difumina y sus protagonistas son individuos derrotados y decadentes”, según Raymond Chandler, uno de sus principales representantes.
En un ensayo de su libro El último lector, Ricardo Piglia puntualiza lo siguiente:
“…los “thrillers” vienen a narrar lo que excluye y censura la novela policial clásica. Ya no hay misterio alguno en la causalidad (…) Se termina con el mito del enigma, o, mejor, se lo desplaza. En estos relatos el detective no descifra solamente los misterios de la trama, sino que encuentra y descubre a cada paso la determinación de las relaciones sociales. El crimen es el espejo de la sociedad, esto es, la sociedad es vista desde el crimen (…) Es un mundo que no huele bien, pero es el mundo en el que usted vive.” (Ricardo Piglia, El último lector, Anagrama, 2005, pp. 96-97)
En Centroamérica, este género ha tenido un cultivo no muy extenso. En Argentina, hay un exponente clave, al menos en mis preferencias, que es el mismo Piglia, con su novela Plata quemada.
El estilo de Giovanni es, como siempre, admirablemente fluido, sin el menor juego retórico (cualidad esencial, sin duda, en los buenos narradores).
Hay otro aspecto muy digno de destacar: la presencia de San Pedro Sula (su protagonismo espacial y cultural) en esta obra. Adquieren relevancia, en el encuadre narrativo, muchos lugares conocidos: calles, barrios , cafés. Esa literaturización de nuestro entorno suma un interés especial a la lectura hecha por los sampedranos de origen o de corazón, como la que les habla. Además, es un hecho comprobado que la literatura hace que la realidad se vuelva mítica, a tal punto que los lectores fanáticos llegamos a reverenciar lugares por el hecho de asociarlos con las páginas de autores muy apreciados. ¿Qué lector de Víctor Hugo no ha relacionado la catedral de Notre Dame con las vicisitudes de su famoso jorobado? En relación con la literatura argentina, les confieso que he estado en cafés, plazas, parques y calles de Buenos Aires porque, además de tener su encanto particular, han sido la locación de algún relato de Borges, Cortázar o Sabato.
Del mismo modo, lugares emblemáticos de San Pedro Sula se mitifican en esta novela de Rodríguez. El café “Espresso Americano” del parque central, por ejemplo, ya es uno de esos lugares míticos. Y ni qué decir del bar “de Meches”, al lado del viejo cine “Tropicana”, cuyas veladas me constan, no por haberlas compartido (no piensen mal), sino porque solía pasar por enfrente y saludar, como quien dice, a la afición allí reunida.
Felicitamos a Giovanni, que ha sabido equilibrar, cualitativamente, las dos vertientes que cultiva: la poesía y la narrativa. Sin duda, el género lírico le afinó el oído para la prosa, y sus experiencias de lectura, estudio y trabajo (de vida, en fin) le proporcionaron el sustrato para esta sólida obra narrativa.
Y aquí concluyo, no sólo por cultivar aquel famoso aforismo que asocia la bondad con la brevedad (aunque parezca, y quizás lo sea, un alarde gaucho juzgar como bueno mi sencillo comentario), sino porque el protagonista de este acto es nuestro querido y admirado exalumno, Giovanni Rodríguez.
Texto leído durante la presentación de la novela Los días y los muertos, Auditorio Escuela de Ciencias de la Salud, UNAH-VS, 5 de abril de 2017.