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Las consanguinidades de «Anchuria»
16 jueves Mar 2023
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04 sábado Mar 2017
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Quizá hayan leído ya este texto con el que Hernán Antonio Bermúdez presentó mi novela Los días y los muertos en Tegucigalpa la semana pasada, pues fue publicado originalmente en Presencia Universitaria, pero lo dejo aquí por si las moscas (y para el archivo de este blog):
Se ha dicho que Honduras es un país violento, peligroso y absurdo. Tan absurdo que (por manido que suene) si Kafka hubiera nacido aquí, solo sería un escritor costumbrista. Lo cierto es que en Los días y los muertos, novela con la que Giovanni Rodríguez ganó el Premio Centroamericano y del Caribe Roberto Castillo, se aborda esa violencia y ese peligro que se padece y respira en nuestro país.
Pero no se trata de una crónica documental ni de un testimonio directo. El lector se encuentra aquí con un libro que propone rupturas, ensanchamiento de límites, disolución de fronteras, metamorfosis.
En Los días y los muertos irrumpe una “conciencia interior” que trae consigo cierta intensificación expresiva. Se está ante una novedosa forma literaria de “mirar”, con el consiguiente cambio de perspectiva. A diferencia, por ejemplo, de una obra como Trópico, de Marcos Carías Reyes, bien escrita y solvente, que forma parte de nuestra tradición literaria pero que nace bajo el registro del descriptivismo costumbrista, la novela de Giovanni Rodríguez es un artefacto literario más difícil, en el sentido de lo que Roland Barthes llama «textos de goce”, es decir, una obra disidente.
Así, lejos del “encantamiento narrativo” de Trópico, que se puede leer con fruición (pues no está exento de un sabor nostálgico), el caudal de recursos expresivos contenido en Los días y los muertos denota una atracción por la herejía (no en balde la primera novela de Giovanni, publicada en 2009, se llama Ficción hereje para lectores castos), con la que el autor se enfrenta a las formas convencionales de narrar.
La gama de técnicas formales contribuye a captar con cruel ironía esa Honduras que aquí deriva en geografía existencial. Sobresale la ausencia de un sentido unitario y se impone, en su lugar, el peso del mundo disgregado. De manera que la visión que brinda Rodríguez del momento histórico es crítica y el “diagnóstico” fulminante, pues lo irracional se da en estado bruto. Se trata de una estética de ruptura, de una literatura de disidencia, que viene a continuar y a exacerbar los logros de la narrativa de Marcos Carías Zapata, Eduardo Bähr y Roberto Castillo, así como del honduro-salvadoreño Horacio Castellanos Moya, todas producciones de carácter cuestionador. Esos autores hondureños —a los que podría añadirse parcialmente Julio Escoto—, tienen por tema central, para decirlo en forma escueta, las dificultades (o, a veces, incluso la imposibilidad) de habitar completa y plenamente el mundo. Y hoy se está ante honduras trágicas donde la precariedad de la existencia salta por los aires.
Pero Los días y los muertos ejerce al mismo tiempo una ruptura con el tiempo lineal para dar paso a otra lógica, anudada al cuerpo y al impulso libidinal. Pues ciertamente López, el periodista que protagoniza la novela, junto al asesino Guillermo Rodríguez, y Walter Laínez, la víctima, viven la exaltación de los sentidos en el ambiente de la costa norte, al igual que Mercedes (y sus hermanas “descarriadas”), susceptible de despertar pasiones tumultuosas.
Aquí San Pedro Sula constituye el decorado del hilo narrativo, y no se trata solo de una escenografía ornamental (o de la recreación de un marco caribeño), sino que se enlaza con toda suerte de extravíos y complacencias de la carne. Sí, está presente la particularidad de lo local, pero los nervios con que está escrita la novela no vienen solo de un hálito regional sino también de una línea de reflexión que se entronca con lo universal o, mejor dicho, con la mejor tradición literaria de la humanidad.
El riesgo abrupto, la violencia abierta o larvada propia de lo cotidiano conforman la atmósfera de Los días y los muertos. Pero lo que podría parecer tremendismo al momento de narrar los estragos de esa batalla diaria por la sobrevivencia, se vuelve íntimo. El novelista narra los destrozos en la intimidad, y no solo en el ámbito de lo individual sino también, si ello fuera posible, en el de lo colectivo. Así, desde un enfoque intimista, el relato del mundo circundante se transforma en alusión, y la anécdota en alegoría. Ambas se confabulan para la construcción literaria de una nación ruinosa, asediada por la pobreza y sus pestes. Convertida en alegórica, esa estética de la ruina lo impregna todo, pues si bien Los días y los muertos se refiere a historias privadas, personales, de manera simultánea se transmuta en fragmentos de la historia de un país, en una época particular: el presente.
Esta obra confirma —aunque pueda sonar banal— que no hay nada más frágil que la vida de un ser humano, puesto que aquí la vida humana equivale a la inseguridad radical. No conozco otro texto narrativo en el país que encarne la conciencia de esa vulnerabilidad como lo hace esta obra de Giovanni Rodríguez, capaz de producir una interpretación literaria impugnadora de un mundo venido a pique junto con todo su cargamento de valores. Y esa conciencia amarga enriquece la vida, desde la mirada de una modernidad estética contestataria, siempre inconforme.
Al margen de esa atracción por la herejía, que supone una puesta en cuestión de los códigos tradicionales de narrar, hay que subrayar los elementos de erotismo en esta novela. Aquí el eros es esa hendidura por donde se cuela la anarquía (libertina) en la vida, es —de alguna manera— la insumisión contra la codificación burguesa del entorno. El eros es “revuelta” que acerca al sujeto a su fibra más recóndita, y allí lo prohibido se rebela contra un orden predeterminado: la pulsión erótica como fuerza liberadora.
Solo resta hacer énfasis en que Los días y los muertos posee un registro narrativo basado en la ironía, la cual, como se sabe, desestabiliza las certezas. Dicho en forma extrema, ironizar provoca angustia. No en vano la novela es el territorio donde naufragan (o suelen diluirse) las certidumbres de toda índole.
29 viernes Jul 2016
Posted Artículos, Lo demás es ficción
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Hace poco menos de un mes empecé a colaborar en la revista costarricense Literofilia con una columna que lleva por nombre Lo demás es ficción. El nombre de la columna sugiere que su contenido es pura verdad, pero eso es algo que está por verse. Mientras reviso y corrijo los últimos detalles de mi segundo artículo, les dejo éste que fue el primero y que habla del «crítico literario más mordaz y polémico de la historia de la literatura hondureña», el famoso Bruno Pedroza:
Solemos escribir o hablar sobre los escritores a los que admiramos, y no sólo sobre su obra sino también sobre su vida, pero poco tiempo le dedicamos a los críticos, esos lectores minuciosos que se introducen en la obra de otros para desentrañar sus significados desde una perspectiva, se supone, más científica, mejor dotada con las herramientas que requiere la buena lectura.
Si, como dice Hernán Antonio Bermúdez, “duro, ingrato, es el oficio de escritor” en países como los nuestros, “con una débil tradición cultural y un público lector marginal, rodeado de una masa más bien hostil de indiferentes y de analfabetos”, cuánto más duro e ingrato será el oficio de los críticos, a quienes solemos ver con recelo y de reojo, e incluso mostrarnos con ellos a la defensiva. Ellos, que suelen caer mal entre los criticados, peor caen en países como los nuestros, cuyos escritores están poco acostumbrados a otra cosa que no sea la palmadita en la espalda, los aplausos y los piropos; cosas de la corrección política.
En Honduras -pero supongo que algo similar ocurre en el resto de países centroamericanos- resulta difícil hablar de una crítica literaria permanente y más aún, de una crítica literaria seria y desprejuiciada. Hay, eso sí, esporádicos balbuceos en blogs o en cuartos de página que los periódicos nacionales se permiten rellenar, cuando no queda de otra, con “esas babosadas de la literatura”.
Casos como los de Hernán Antonio Bermúdez, Helen Umaña, Héctor Miguel Leiva o Sara Rolla, respetados críticos literarios hondureños, son escasísimos, y casos como el de Bruno Pedroza todavía más.
Prácticamente desconocido entre la más reciente generación de escritores y lectores en Honduras, puesto que su última aparición pública –es decir, su última crítica escrita- corresponde al ya lejano año 1995, Bruno Pedroza es, sin riesgo de exagerar, el crítico literario más mordaz y polémico de la historia de la literatura hondureña. Su efímera carrera pudo haber iniciado en agosto de 1994, cuando en un artículo publicado en el Magazine Literario de diario Tiempo se refirió al Premio Nacional de Literatura recién otorgado a Edgardo Paz Barnica, un eminente hombre de política que, hasta la fecha de concesión de ese premio, de literatura no había publicado nada.
Pedroza atacaba duramente en ese artículo al Ministerio de Educación, ente que, aún hoy, decide todo sobre el premio en mención, y reclamaba, como era –y sigue siendo- lógico, que los criterios empleados en la escogencia del galardonado fueran más políticos que literarios. Y aún más, su intuición le permitió mostrarnos el futuro: “No deberíamos esperar”, escribió, “que el Premio Nacional de Literatura reconozca cada año la obra de escritores hondureños; no, de hecho, es probable que en los próximos años este premio llegue a las manos de periodistas, de abogados, de políticos o de sociólogos cuyos méritos literarios no sean superiores a los de, por ejemplo, el tío Celerino de Rulfo”. Y el tiempo, ya lo hemos visto, ha terminado dándole la razón a Pedroza.
Una frase, en particular, indignó a muchos: “Llegará un momento en el que rechazar ese premio le dará mayor prestigio a un escritor que aceptarlo”. Algunos medios de comunicación hicieron eco de las palabras de Pedroza y pronto aparecieron, en otras columnas de la prensa escrita y en algunos programas de radio, tanto aliados como detractores. El debate llegó incluso a oídos del presidente de la República, que amenazó con eliminar de un plumazo no sólo ese premio sino también los de Ciencia y Arte, lo que no sucedió finalmente sólo porque algún asesor lo convenció de la conveniencia política que implicaba mantenerlos.
Bruno Pedroza, entonces, ajeno a los avatares políticos y fiel únicamente a sus principios como lector, se convirtió, con tan solo un texto publicado y sin pretenderlo, en el crítico literario hondureño más renombrado de la época. A partir de ahí sus críticas se volvieron moneda corriente en diario Tiempo. Sin una frecuencia definida, aparecían cualquier día de la semana y su lectura caía como bombas sobre el aletargado ambiente cultural hondureño. La tomaba por igual contra los propugnadores de “una literatura nacional comprometida”, a quienes llamaba “ignorantes y anacrónicos” y recomendaba seguir leyendo al Ché Guevara, pero en la selva, muy lejos de todo; contra los primeros brotes de lo que llamó “feminismo intervencionista en la literatura”, que ya iniciaba campañas en Honduras como la de “adaptar” los cuentos de Arturo Martínez Galindo a las necesidades de un “lenguaje inclusivo”; o contra la creación de una poesía “facilona o verborréica” e incluso contra el surgimiento de una generación de “poetas hippies cuyo aspecto es posible que sea lo único medianamente poético en ellos”.
En uno de esos artículos se permitió, incluso, dar algunos consejos: “Una regla básica del escritor es que sepa escribir. Antes, debe, por supuesto, haber aprendido a redactar. Si usted no sabe redactar, difícilmente podrá escribir, por mucha imaginación y entusiasmo que tenga, por mucho amigo que le diga qué bueno y talentoso y genial es (tome en cuenta que los amigos son amigos, no necesariamente lectores y a veces ni siquiera lectores con criterio). Así que si no ha aprendido a redactar mejor ni se meta, aunque esta sugerencia atente contra el derecho inalienable de todo individuo a expeler versos inútiles, líneas de texto con errores de concordancia, párrafos disfuncionales”. Ese texto, todavía de 1994, concluía con esto: “Hay gente aquí en nuestra aldea que cree que lo único importante es “tener algo que decir”, sin importar cómo lo dice. Eso está bien en cualquier ámbito de la vida pero no en la literatura. La literatura es una cosa superior y hay que respetarla”.
Es posible que, vistos en retrospectiva, los juicios de valor de Bruno Pedroza sobre la literatura hondureña de mediados de los años noventa nos parezcan ahora lugares comunes; las pretensiones de una “literatura comprometida” y de un “lenguaje inclusivo” en los textos literarios resultan ahora disparates propios de mentes febriles que no tienen claro todavía en qué consiste la literatura, y resulta sumamente fácil en la actualidad identificar a esos poetas ligeros, más performáticos que otra cosa, y separarlos de los poetas auténticos, pero también es justo decir que con esos juicios de valor, Pedroza abrió sendas que otros seguirían en la crítica literaria hondureña.
Su último texto publicado data de octubre de 1995 y en él nada parece aludir a una despedida; es más, la polémica que generó entonces ese texto, una crónica ácida sobre la presentación del libro de un narrador costumbrista muy apreciado sobre todo entre las damas de la alta sociedad sampedrana, que lo invitaban constantemente a sus finas veladas culturales para poner un toque de humor y color local, dio para pensar que Pedroza estaba en su mejor momento, pero luego de eso desapareció y no fue sino hasta un par de años después que su nombre encabezaría un artículo de diario La Prensa para atacar sin piedad, aunque con un sentido del humor más acentuado que el que practicaba Pedroza, a otro narrador local, en este caso de corte romántico, pero pronto se supo que el Bruno Pedroza de este artículo era apenas un seudónimo utilizado por los miembros del grupo literario Arlequín, que no querían cargar con las consecuencias de su ataque al escritor romántico.
Durante los poco más de 14 meses que el nombre de Bruno Pedroza se posicionó en lo que podríamos llamar “la conciencia de la literatura hondureña”, no llegó a saberse más de él que lo que su pluma dejaba saber; sus artículos sólo eran identificados con su nombre, nunca una fotografía suya o unos datos biográficos llegaron al conocimiento de los lectores. Hay quienes ahora, más de veinte años después, todavía cuestionan su real existencia e incluso se recrean en la idea de que sólo haya sido una invención, quizá de Óscar Acosta, a quien Monterroso una vez señaló como posible autor detrás del nombre del mítico novelista B. Traven. Pero eso es algo que sólo el tiempo está en condiciones de aclarar.
12 sábado Dic 2015
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Hace algunos meses Hernán Antonio Bermúdez me invitó a escribir un artículo sobre Óscar Acosta. Me habló de una recopilación de textos para un libro-homenaje al poeta y yo respondí entusiasmado a esa invitación. El libro apareció publicado en noviembre en Tegucigalpa y Hernán me envió un ejemplar que ayer cayó a mis manos y empecé a leer. Hay de todo: sesudos análisis sobre la obra del homenajeado, textos más personales escritos desde la amistad y la admiración y ejercicios de memoria aderezados con algo de ficción. Mi artículo cabe en la última categoría.
En términos generales, el libro resulta sumamente interesante pues recoge los recuerdos y las opiniones de un buen grupo de gente acerca del poeta Acosta. Todos coincidimos en algo que muy pocos podrían rebatir: Óscar Acosta fue un caballero, un buen amigo y uno de los más dignos hombres de letras de este país.
La lista completa de los participantes: Leonel Alvarado, Héctor M. Leyva, Rigoberto Paredes, Hernán Antonio Bermúdez, Sara Rolla, Eduardo Bähr, José Antonio Funes, José González, Rafael Leiva Vivas, Roberto Flores Bermúdez, Giovanni Rodríguez, Rolando Kattán, Gustavo Campos, Rafael Heliodoro Valle, Arturo Mejía Nieto, Pablo Antonio Cuadra, Ramón Oquelí, Julio Escoto, Helen Umaña, Luis Jimenez Martos y Segisfredo Infante. Los compiladores fueron Carlos López Contreras y Hernán Antonio Bermúdez.
Mi artículo puede leerse en el blog mimalapalabra.