Mi artículo de julio en Literofilia:
I
Empecé a leer el cuento y a medida que avanzaba en la lectura, ésta generaba en mí una sensación extraña. La sensación consistía en recordarme a mí mismo leyendo ese cuento por primera vez hacía unos cinco años, a principios de 2010, en un café de Barcelona en donde había decidido esperar las dos horas que faltaban para asistir a una última entrevista de trabajo después de un proceso que llevaba ya varios meses y que me garantizaría únicamente la comprobación de que yo, un extranjero en un grupo de seis aspirantes al puesto, no iba a ser el elegido. La sensación era extraña pues no había razones para creer que, efectivamente, yo había leído ese cuento, y mucho menos en ese café de Barcelona una mañana de marzo de 2010.
Al autor del cuento, Eduardo Bähr, lo había conocido en 2007, meses antes de viajar a España, pero a sus cuentos no los conocí sino hasta ese momento de 2015 en que -suponía a pesar de la sensación extraña- tuve un libro suyo por primera vez en mis manos. Conocer al escritor no debía ser tan importante como conocer su obra, pero por aquellos días yo, probablemente, sintiera o pensara que una cosa era equivalente a la otra y me congratulé por estrecharle la mano al escritor de la misma manera en que ahora me felicito por lo que leo. Me recibió en su oficina de la Biblioteca Nacional, en donde él fungía como director, y no recuerdo muy bien de qué hablamos, quizá de mi libro de poemas que la extinta Secretaría de Cultura acababa de publicarme por haber ganado con él un premio en Guatemala, o quizá de “ese grupo de escritores jóvenes sampedranos”, como solía aludirse a la cofradía que habíamos formado por aquellos tiempos y que sólo se mantenía unida en función de dos o tres razones para acabar con todo y de las cervezas.
Al terminar de leer el cuento, que, por cierto, era muy breve, la sensación se hizo más fuerte. Ya había yo esbozado esa misma leve sonrisa tras la lectura y ya había imaginado al tipo de la cámara en el cuento con su carcajada luego de interpretar el gesto de los futuros fotografiados como uno que invitaba a aplazar para mañana lo que en ese momento se disponían a hacer. Era una sensación que por firme parecía el despegue definitivo hacia una certeza.
El asunto es que yo creía firmemente haber leído el cuento una vez en un café de Barcelona. Así que investigué un poco. El cuento, titulado “El fotógrafo reía”, integró originalmente el volumen Fotografía del peñasco, publicado en 1969, luego apareció en una antología de cuentos breves en 2006 y en un sitio web en octubre de 2010. Era imposible que yo hubiese leído el cuento en el libro de 1969, ahora casi inencontrable; tampoco recordaba haberme llevado a España o haber pedido a alguien desde allá la antología de 2006 en donde volvió a aparecer; y la última posibilidad era, aunque la más razonable, también imposible, pues mi recuerdo de la lectura de ese cuento en un café de Barcelona tiene lugar en marzo de 2010 y el cuento fue publicado siete meses después en esa página web, cuando yo ya había vuelto a Honduras. Por eso la sensación era extraña, sumamente extraña.
II
“El fotógrafo reía” es el cuento que abre Fotografía del peñasco, de Eduardo Bähr, y ahora que lo releo, en una fotocopia del libro que tengo desde 2015, vuelvo a experimentar la misma sensación de haberlo leído una mañana de marzo de 2010 en un café barcelonés. Quizá haya una explicación, me digo, y pienso en lo que cualquiera que lea ese cuento y el libro en que aparece podría experimentar, no importa si lo lee hoy, dentro de cinco o veinte años: extrañeza, admiración, entusiasmo, alegría.
Cuando el libro se publicó en 1969 (Ediciones Kukulkán, 66 pp.), la narrativa hondureña estaba hundida en el Costumbrismo, que, si nos atenemos a lo que señaló en su momento Óscar R. Flores, pudo haber empezado a tomar fuerza en los años 30, durante la dictadura militar de Tiburcio Carías Andino (1933-1949), cuando los escritores con inclinaciones vanguardistas optaron por la autocensura, ya que el término “vanguardista” era comúnmente asociado con aquellos que mostraran una actitud rebelde y contestataria, algo que, obviamente, no combinaba muy bien con una dictadura. El temor a ser señalados como disidentes, entonces, pudo haber privado a aquellas décadas entre los años treinta y cuarenta de acoger las tendencias de la Vanguardia.
El Costumbrismo siguió dominando la literatura hondureña durante mucho tiempo. Todavía para los años sesenta, recurrir a los escenarios rurales y al habla de la gente del campo les permitía a la mayoría de los escritores de aquella época retratar una realidad que, si bien existía, también era cierto que se alejaba de esa otra realidad derivada sobre todo de las acciones del gobierno conservador y represivo del general Oswaldo López Arellano (1963-1965). Manuel Salinas Pagoada explica así la actitud de esta generación de escritores: “Debido a su ideología conservadora, escamoteó la realidad hondureña al describirnos de una manera colorista y estereotipada el campesinado como personaje central de sus relatos”. Si acaso se puede señalar un contrapeso al Costumbrismo en aquellos años, es el del Romanticismo tardío de Lucila Gamero de Medina y de Argentina Díaz Lozano, además del llamado Realismo Social de Ramón Amaya Amador.
No es gratuito, entonces, considerar la aparición de Fotografía del peñasco como otro de los momentos importantes de la Vanguardia en la narrativa hondureña, una Vanguardia que empezó a insinuarse en algunos cuentos de Arturo Martínez Galindo agrupados bajo el título Sombra, de 1940, pero publicados, en su mayoría, durante los años previos a la muerte de este autor, y que volvió a mostrarse hasta en 1956 con la publicación de El arca, de Óscar Acosta. Un nuevo momento, este de 1969, para una Vanguardia literaria hondureña que entonces sí parecía dispuesta a quedarse, pues la voluntad renovadora que se apreciaba en Fotografía del peñasco no tenía ni la timidez de Martínez Galindo ni la brevedad de Acosta, y que además, se vio alimentada con la publicación en 1971 de La balada del herido pájaro y otros cuentos, de Julio Escoto, y en 1973 del otro gran libro de Bähr, El cuento de la guerra.
Uno lee Fotografía del peñasco casi cincuenta años después de su publicación y siente que de esas páginas emana algo distinto; distinto incluso, por arriesgado y poco convencional en cuanto a la forma, a lo que publican actualmente la mayoría de los cuentistas hondureños, que parecen no haber leído oportunamente a Borges y a O. Henry y encuentran todavía, en estos años del siglo XXI, en los cuentos de Nery Alexis Gaytán un modelo válido a seguir.
Hay una línea perfectamente trazable para ubicar ese espíritu de innovación y esa marca de verdadera renovación en la narrativa hondureña que empieza con Martínez Galindo, continúa con Óscar Acosta, salta hasta Eduardo Bähr y de ahí continúan Julio Escoto, Marcos Carías y Roberto Castillo. Cada uno de ellos ha publicado por lo menos un libro que, en su momento, representó un salto, un despegue con intenciones vanguardistas respecto a lo que se escribía o predominaba en la narrativa hondureña.
Así, Sombra, de Arturo Martínez Galindo, aporta cosmopolitismo, atrevimiento con temas escabrosos como la pedofilia, el incesto y el lesbianismo, profundidad sicológica y ambigüedad; El arca, de Óscar Acosta lo hace con su inusitada concisión que, sin embargo, tiene alcances amplios de carácter simbólico y universal; Fotografía del peñasco, de Eduardo Bähr, que rompe definitivamente con las motivaciones del Costumbrismo y se inscribe en la Vanguardia con el uso de técnicas narrativas modernas y su carácter lúdico y plurisignificativo; La balada del herido pájaro y otros cuentos y El árbol de los pañuelos, de Julio Escoto, en los que su autor aplica técnicas narrativas modernas en consonancia con lo más reciente de la narrativa latinoamericana; Una función con móbiles y tentetiesos, de Marcos Carías, que a juicio de Héctor Miguel Leyva, es, quizá, “el experimento narrativo más osado de la literatura hondureña”; y todos los libros de Roberto Castillo, un autor que con cada nueva publicación fue demostrando una gran capacidad narrativa y una voluntad renovadora y de estilo que hacen de su segunda novela, La guerra mortal de los sentidos, una obra maestra.
III
Al evaluar todo esto, uno no puede evitar hacer una mueca de profundo aburrimiento cuando se topa con libros de narrativa hondureña en los que, más que intenciones estéticas, lo que hay es el puro afán de contar. Hay, incluso, algunos de estos libros que, desde la contraportada o desde el prólogo, advierten no tener fines estéticos sino que buscan apenas entretener, lo cual no tendría ningún problema si no fuera porque sus autores se pasean por la aldea haciendo alarde de sus impresionantes aptitudes literarias.
Cada uno escribe como puede, de eso no hay duda, y no debe señalarse como pecado el que un libro no alcance, en un contexto como el de Honduras, un nivel de calidad como el que alcanzaron los autores mencionados en el segundo apartado de este artículo. El pecado reside en la fanfarronería de algunos de sus autores, que se hacen de un cuerpo de escuderos para lanzarse a la llanura con una armadura en la que no penetran ni las buenas lecturas ni el buen juicio; o en la falta de conciencia o de humildad en otros, que hasta son capaces de aparecer en la televisión hablando de sus “aportes a la narrativa hondureña” o hacer que un colega, que lo supera con creces en talento y oficio, claudique en la página de un periódico a favor su imagen de impoluto genio de las letras nacionales.
Que alguien como yo, que también escribe y publica narrativa, venga a decir estas cosas, constituye seguramente para esos otros una muestra de fanfarronería, pero el hecho de que yo mismo no alcance como narrador las exigencias que me planteo o que le planteo a los demás, no me impide hablar, desde mi posición de lector, de estos temas que la mayoría no aborda por dos razones sencillas: el desconocimiento de la narrativa en general o de la narrativa hondureña en particular y el temor a perder unas cuantas amistades.
Hay cosas que hay que decir respecto a la narrativa hondureña contemporánea y una de ellas tiene que ver con los modelos de escritura de los escritores actuales. Ya basta de escribir cuentos con finales a lo O. Henry, de recurrir a la historia como único asidero y a la autobiografía como terapia, de pretender ser escritores mientras decimos que sólo aspiramos a contar, a entretener. ¿No hay acaso otras posibilidades para la narrativa hondureña? ¿De verdad estamos tan atrasados que ni nos hemos dado cuenta? Si nos descuidamos, vuelve a nosotros el Costumbrismo.
No logro imaginar cómo pudo haber sido la reacción de los lectores de Fotografía del peñasco en 1969. ¿Qué pensarían cuando leyeron aquellos cuentos raros, tan alejados de lo que era la norma por aquellos días? Supongo que una mueca de incomprensión se dibujó en sus rostros. Una mueca digna de una fotografía y de que el fotógrafo se ahogue con una carcajada.