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Mario Gallardo hizo una de las dos presentaciones de mi novela Los días y los muertos en UNAH-VS en abril pasado. Entonces, leyó primera versión de este texto que tituló «Del narrador de la caverna a Los días y los muertos y viceversa», en el que, entre otras cosas, dice que a mi novela le viene bien la etiqueta de lo neopolicial. Les dejo aquí la reseña:
Durante el pasado mes de marzo mi libro de cabecera fue Leer la mente, un esclarecedor ensayo de Jorge Volpi sobre las relaciones existentes entre el cerebro y el arte de la ficción. En las páginas iniciales de su propuesta el escritor mexicano reflexiona sobre el momento en que surgió la ficción narrativa y, novelista al fin, escoge contarnos una historia que ocurre en el principio de los tiempos y tiene como escenario una caverna iluminada por las tenues llamas de una hoguera, donde un vago antepasado homo sapiens salta, mueve los brazos, mientras emite una serie de sonidos guturales frente a un atento público troglodita.
No es fácil advertirlo, pero lo que todos pueden inferir es que horas atrás, mientras buscaba una ruta entre la nieve, se topó con un mamut colosal que le impedía el regreso a la caverna. Heroico, pese al monumental tamaño de la bestia, nuestro hirsuto antepasado, empuñando su hacha de sílice, decidió enfrentarla. De un salto, como si escalara un promontorio, subió a la grupa del mamut y logró asestarle un golpe providencial en un punto débil de su lanudo cuello. La sangre brotaba con profusión mientras el animal barritaba encabritado. Cuando por fin se desplomó sobre la nieve produjo un estruendo, un temblor de tierra. Al terminar la narración sobreviene un silencio entre los trogloditas, pero después se rompe, inundado por risas y algo parecido a los aplausos: la historia, sin duda, les había gustado.
Volpi añade que “el milagro es evidente, pero no radica en el carácter chapucero y vanidoso de la historia, ya que los miembros de la horda han reparado en la falsedad de la aventura, pero ello no les impidió escucharla y, a ojos vistas, disfrutarla, como si cada uno de ellos hubiese sido el verdadero protagonista”. La ficción se inaugura, pues, no cuando el primer humano miente, sino cuando los demás reconocen su mentira y prefieren ignorarla, seducidos por el artificio narrativo.
He tenido que apelar a esta evidente digresión porque nunca está demás volver a reflexionar sobre la esencia de la literatura, sobre la verdadera naturaleza de la ficción narrativa. Y en el caso de la obra que nos ocupa es imperativo ahondar en sus claves narrativas. Porque Los días y los muertos se maneja en un presente lleno de vivencias tan dolorosamente actuales, que bien podría justificarse una lectura referencial que disponga en un segundo plano los elementos literarios para enfatizar su correlato objetivo: la violencia y la inseguridad que campean a sus anchas en el seno de una sociedad atenazada por el miedo.
Pero esta aproximación “realista” a la novela de Giovanni Rodríguez implica postergar sus “valores literarios”, en los que precisamente se afincan sus mayores logros, porque Los días y los muertos en tanto propuesta narrativa va mucho más allá de la simple relación especular con una sociedad en crisis, abatida por los desaciertos de los gobernantes que han creado el caldo de cultivo ideal para la proliferación del crimen organizado en todas sus variantes.
Ganadora del I Premio Centroamericano y del Caribe de Novela “Roberto Castillo”, Los días y los muertos, la segunda novela de Giovanni Rodríguez después de la polémica Ficción hereje para lectores castos, es una incursión en los terrenos de la inseguridad y la violencia flagrante que definen, desde hace un par de décadas, el devenir de los países centroamericanos del llamado “Triángulo Norte” (Guatemala, El Salvador, Honduras). Rodríguez elige a San Pedro Sula, la ciudad más violenta del mundo —según estadísticas de organismos internacionales, pese a que el gobierno hondureño insiste en que “esos índices han bajado” — como ámbito central de la acción novelesca; pero más allá de los tópicos que pudieran surgir de tal escogencia, la trama se asienta definitivamente en la figura de López, el periodista honesto y con ambiciones literarias que un día decide investigar por su cuenta el escabroso crimen cometido por Guillermo, un enigmático joven de 24 años, que apuñaló en el corazón a su amigo Walter, de 19 años, en el estacionamiento de un centro comercial.
En su afán por esclarecer los móviles del asesino, López inicia un viaje a los bajos fondos de la ciudad, y se vale de su relación con la policía para obtener información confidencial, pero luego se ve sorprendido por la puesta en libertad de Guillermo, favorecido por la proverbial torpeza investigativa de las autoridades policiales. Pero este hecho, que hubiese marcado el final de las pesquisas de López, más bien definirá el nuevo rumbo que seguirán las inclinaciones detectivescas del periodista. Rodríguez aquí continúa una línea de reinvención de los usos y costumbres del relato policial en Latinoamérica que viene gestándose desde Osvaldo Soriano, Mempo Giardinelli, Ramón Díaz Eterovic y Paco Ignacio Taibo II hasta llegar a Leonardo Padura y su invención más afortunada: el teniente Mario Conde. Es en esta línea donde se define la real dimensión narrativa de Los días y los muertos, aunque los miembros del jurado también han destacado aspectos tales como su dimensión estilística: “una prosa fluida y bien estructurada”, así como la “notable destreza en la construcción de los personajes, los cuales se nos revelan convincentes y subjetivos”.
La novela de Rodríguez encaja perfectamente en la etiqueta de lo neopolicial, afincada en la proposición de Padura al precisar “su ejercicio de crítica social, aun en tiempos de herméticos juegos posmodernos”. Extremo que cobra validez en Los días y los muertos, donde la noción del enigma pierde fuerza para terminar convertido en mero pretexto para las reflexiones de López, un verdadero outsider que enjuicia al sistema y sus instituciones, pero sin perder de vista el carácter primario de su dilema existencial.
De allí la importancia de los escarceos amorosos de López entreverados en fragmentos cargados de reflexiones sobre la vida y largas parrafadas en torno a sus aspiraciones literarias. Aquí es donde Rodríguez despliega toda una serie de técnicas intertextuales para reforzar el carácter dialógico de su novela: la mise en abyme, el diario personal, narraciones paralelas y la “teoría de la noche”. Este arsenal de recursos obedece a la intención de representar la vida misma, como diría Taibo II, en ese momento cuando ya no importan los héroes y todo redunda en contar historias sencillas de hombres y mujeres comunes: la del periodista López, la tragedia de los amigos Walter y Guillermo, el fatal infortunio de las hermanas Paz.
En Los días y los muertos está clara la premisa esbozada por De Santis en torno a la actual narrativa policial latinoamericana cuando subraya que esta no nace con el crimen “sino con la desaparición del crimen, el borramiento del crimen como hecho moral y aun humano, para que quede solo como problema intelectual, como desafío gnoseológico”. Y este problema intelectual, este desafío implícito en el horror, es precisamente el origen de las pesquisas de López, en el momento en que se impone un deseo casi insoportable por saber, por conocer todos los detalles, por encontrar sentido a los muertos y a los días, aunque en este afán se juegue la vida.
Estructurada como si fuese un juego casi delirante de planos y contraplanos textuales, Los días y los muertos no sólo revela los círculos concéntricos del infierno que son el pan nuestro de cada día en la pretenciosa “metrópoli sampedrana”; además de asumir la condición de incómodo testigo de su época, Giovanni Rodríguez, como el impostado narrador de la caverna, ha urdido un elaborado artefacto narrativo, y a nosotros, auténticos trogloditas del siglo XXI, no nos queda más que celebrarlo.
* Texto leído en la presentación de Los días y los muertos. Biblioteca de la Escuela de Ciencias de la Salud UNAH-VS, San Pedro Sula, Cortés, abril 5 de 2017.