Mi artículo de agosto en Literofilia:
Estudiante regular del cuarto año de la carrera de Ingeniería Civil, Edwin Gil fue atropellado una noche de febrero de 1994 por un conductor no identificado en la intersección de la Circunvalación con la Avenida Junior de San Pedro Sula. La parte delantera del automóvil golpeó al muchacho por el lado derecho de su cadera levantándolo un par de metros en el aire y al caer, lo primero que hizo contacto con el asfalto fue su parietal derecho. Su vida cambió drásticamente a partir de ese accidente, que lo envió directo a la sala de emergencias del Hospital Mario Rivas y lo mantuvo inconsciente y con pronóstico reservado durante cuatro días. Pero poco más se sabe de él, apenas eso y que un par de años después se le vio de vuelta en la universidad, aunque esta vez matriculado en la carrera de Letras.
Edwin Gil es –y no creo equivocarme al decirlo- el penúltimo genio de la historia de la literatura hondureña, una especie de Rimbaud tropical producto, al parecer, no de una formación académica privilegiada ni de lecturas sólidas, como cabría suponer, ni de la pura egolatría, como se ha vuelto tradición últimamente en nuestro circense mundo literario catracho, sino de un golpe severo en el parietal derecho. Esta aseveración despertará, justo en el momento de la lectura de este artículo, las risas de unos cuantos incrédulos en mi país, la mayoría de ellos probablemente genios con la espalda encorvada de tanto buscarse el ombligo, o quizá algo más, pero justo es que tanto la escasa pero –ésta sí- genial obra narrativa de Gil como su azarosa biografía empiecen a ser hoy de conocimiento público.
La anécdota sobre cómo llegué a saber de Edwil Gil es muy borgiana: una nota al pie de página de un ensayo inédito de Roberto Castillo cuya lectura me confió un familiar suyo hace cuatro meses aludía vagamente a un supuesto escritor sampedrano fallecido en circunstancias extrañas en un cuarto sin ventanas situado al fondo de una casa de habitación del barrio El Manchén de Tegucigalpa. Ya lo dije: era una alusión vaga, imprecisa, que ni el mismo Roberto Castillo, luego de obtener la información quién sabe de dónde, se había molestado en ampliar. Yo, sin embargo, jaloneado por la curiosidad, porque además ya había oído hablar de un muchacho medio loco que estudió Letras durante un par de años y desapareció, supuestamente en Tegucigalpa, luego de abandonar sus estudios y declarar, no exento de solemnidad, como es uso y costumbre de los locos andantes, que a partir de ese momento se dedicaría por entero a la literatura, me vi de pronto rastreando la historia de uno y el indicio del otro, que vendrían a ser la misma persona, el mismo escritor sampedrano que tras sufrir un severo golpe en el parietal derecho y dedicarse en los dos años siguientes a leer todo lo que había dejado su padre en la vieja biblioteca de su casa, decidió matricularse en Letras y luego abandonar los estudios para dedicarse a construir el intrincado laberinto de su obra, una obra por lo demás secreta, según fue siempre su intención, y ahora que ya no lo es tanto, una obra al menos en apariencia impenetrable.
Era un muchacho callado cuando no se le pedía la palabra pero generoso con ella cuando alguien lo invitaba a hablar. Esto lo vine a averiguar después, cuando Raúl López, quien fuera compañero suyo en las aulas de Letras, me contara algunas anécdotas sobre semejante personaje. El tema predilecto de Gil era, obviamente, la literatura. Luego de dar innumerables vueltas por el campus universitario, a la hora de su primera clase llegaba al aula sin muestras de cansancio y sudoroso, con una mirada torva que contrastaba con su media sonrisa, por lo que la mayoría, sobre todo las chicas, le rehuían, temiendo encontrar en él el ejemplo de una de esas historias gringas con estudiantes que, armados de cuchillo o pistola, se despachan a unos cuantos en un día cualquiera.
¿Qué obra narrativa es esa a la que aludí anteriormente?, se preguntarán algunos, nuestros genios ombliguistas en primera fila, pero no pretendo ser yo quien responda a esa pregunta, al menos por ahora; mi intención únicamente es referir la historia de la azarosa vida de Edwin Gil; ya llegará el tiempo en que sus dos novelas cortas y sus diecinueve cuentos minimalistas caigan en las manos de los lectores.
En la vida no son tan frecuentes los casos de personas absolutamente normales que de un día para otro se vuelven otras, o al menos otras menos normales. Tiene que presentarse un evento extraordinario: un golpe en la cabeza, un episodio de violencia o algo similar para que esto suceda. En el mundo de la literatura ocurre más a menudo; es decir, es común encontrarse a personas que, sin que uno sepa cómo, de pronto se han convertido en escritores. ¡Y son un verdadero dolor testicular! En lo que sucedió con Edwin Gil hubo una combinación de ambas cosas: un golpe en la cabeza y la fiebre literaria quizá producto del mismo golpe. Su drástico paso de la Ingeniería Civil a las Letras no fue digerido tan fácilmente por sus ex compañeros de aulas, aunque sí es probable que la transición haya sido mejor asimilada entre los miembros de su familia, que no vieron mal que el muchacho saltara directamente de la cama del coma hospitalario al sillón de la biblioteca de su padre ya fallecido para empezar a devorar los libros como un endemoniado. Y sin embargo, Edwin Gil no fue nunca un incordio para sus contemporáneos; a nadie abrumaba con la exposición de sus proyectos literarios; si acaso se refería a su obra, lo hacía sin malicia, sin ínfulas, casi sin intención.
Como dije, no se sabe demasiado respecto a su vida anterior al accidente, tan sólo que estudiaba Ingeniería Civil, que vivía en el barrio Las Brisas y que de ser un muchacho normal, responsable y aplicado, según lo describieron algunos ex compañeros de la carrera de Ingeniería Civil, pasó a ser un tipo raro, entre tímido y desbocado, obsesionado con la literatura y concentrado en la escritura de una obra que, según dijo una única vez en un arranque extraño luego de tomarse dos copas de vino al final de una lectura poética en el Museo de Antropología e Historia, sería la obra secreta más importante de la literatura hondureña. Estas aspiraciones del muchacho no eran, por supuesto, compatibles con su extraño comportamiento, que incluía breves pero intensas intervenciones guturales a mitad de clase o narraciones en los pasillos de la universidad acerca de su participación en las actividades de exterminio de los llamados “subversivos” de la década de los ochenta o viajes “de misión” en insólitas naves espaciales al espacio exterior.
En 1998, poco antes de su partida a Tegucigalpa y su posterior desaparición misteriosa, referida vagamente por Roberto Castillo en su ensayo inédito, un grupo de estudiantes de la UNAH lo visitaron en su casa del barrio Las Brisas para examinarlo y estudiar el caso de su misteriosa reconversión a partir de un golpe severo en el parietal derecho. Él accedió de buena gana porque entre los argumentos de su hermana se hallaba la probable satisfacción de su propia curiosidad respecto a lo que contenía su cabeza, que por las noches se llenaba de ruidos y de voces que sólo podía acallar dándose golpes contra una pared, como cierto personaje de un cuento mexicano. Los estudiantes le practicaron exhaustivos exámenes, entre ellos uno parecido al que sufre el personaje de La naranja mecánica, que lo obliga, por intermedio de unas pinzas, a mantener los ojos abiertos delante de una pantalla gigante, según refirió su hermana; luego se marcharon, al parecer muy entusiasmados, prometiendo que pronto les harían llegar noticias, cosa que no ocurrió, por lo que el asunto fue quedando en el olvido.
En cuanto a la obra de Gil, nadie en su casa recuerda haberlo visto nunca escribiendo nada, aunque apuntan también que la mayoría de las veces en que se metía en la biblioteca cerraba la puerta y se encerraba mañanas o noches enteras. No llenó cuadernos o papeles, como cabría esperar, sino que se dedicó a construir su laberinto ficcional en los márgenes de los libros que iba leyendo. Esto fue lo que llamó la atención de su hermana y lo que yo, después de algunos días de trabajo minucioso en la biblioteca de su casa, he llegado a desentrañar. Como dije: son dos novelas cortas y diecinueve cuentos los descubiertos hasta ahora, pero no he revisado la totalidad de los casi cuatro mil volúmenes de la biblioteca, entre cuyas páginas es probable que espere, fragmentada, caótica, alguna otra obra de ficción de Edwin Gil.
Tengo la certeza de que cuando esos textos de Gil sean publicados, la mayoría de nuestros provincianos e ingenuos lectores, acostumbrados al realismo ramplón y a la linealidad más obtusa, se perderán fácilmente en sus laberintos, en sus juegos especulares, en sus tramas ocultas; se mostrarán incapaces de apreciar su prosa delirante e hipnótica y su humor refinado, y pasarán por alto que ante ellos tienen a un genio, probablemente el único verdadero genio de la historia de la literatura hondureña.