Hace más de un mes, cuando salí de casa porque debía ir al supermercado, me encontré ahí, frente a la vitrina de los quesos, mientras esperaba que me atendieran, a un excompañero de la universidad, uno de los tiempos en que yo estudiaba Administración de Empresas, antes de convertirme en ese “renegado del sistema” que se dedicaría a estudiar “una carrera para fracasados”: la de Letras, y al reconocerme, a pesar de mi calvicie, que dista mucho de aquella profusa cabellera que realzaba mi belleza de allá por 1998 y 1999, y a pesar, también, de la mascarilla, me saludó con tal aspaviento que tuve que frenarlo con mi puño derecho alzado, como sugiriéndole que en estos tiempos pandémicos conviene evitar los abrazos y otras demostraciones excesivas de entusiasmo.
No lo reconocí de inmediato porque, así como yo había ganado belleza con mi calvicie durante todos estos años, él la había ganado en libras, lo cual, por iniciativa suya, aclaro, fue nuestro tema de conversación durante los primeros tres minutos. Nos tiramos ahí, en medio de los demás clientes del área de quesos del supermercado, unas buenas carcajadas, y luego mi excompañero universitario me sorprendió con una finísima observación: “te noto de buen humor”, que, de plano, mandó a la mierda mi buen humor de ese momento.
Mi gesto de sorpresa pudo haber sido evidente aún debajo de mi mascarilla; quizá mis ojos se achicaron y mi ceño fruncido se expresó con su elocuencia de siempre, haciendo evidentes mis ganas de alzar de nuevo el puño, pero esta vez para depositárselo, también con suficiente elocuencia, sobre su KN95. Más de veinte años después de que hubiéramos coincidido, sin que, acaso, mediáramos palabra más que un par de veces, en las aulas del tercer piso del edificio 2 del antiguo CURN, mi efusivo excompañero venía a hacerme una observación que denotaba un profundo conocimiento sobre lo que yo constituyo como individuo y específicamente, un profundo conocimiento acerca de cómo funciona mi sentido del humor.
En aquel momento una señora me preguntó, detrás de la vitrina, en qué podía ayudarme, y destiné toda mi concentración a intentar recordar las instrucciones de mi mujer respecto a cuánto de queso, cuánto de mantequilla y de qué marcas, respectivamente, y eso impidió que le preguntara a mi excompañero por qué le llamaba particularmente la atención mi buen humor de aquel momento. Faltaban unos cuantos números para que a él lo atendieran, así que, muy a mi pesar, consideró oportuno él ampliar su observación: “es que veo que sólo de amargado trabajás en Facebook”. Esta revelación suya de que sigue los pasos de mi carrera feisbuquera no me tomó por sorpresa, pues sucede que no reparo demasiado en quienes me mandan “invitación de amistad” por esa red social, a menos que tengan toda la pinta, desde sus fotos de perfil, de ser cachurecos, pervertidos o poetas malditos.
Pues según el excompañero universitario, como les venía diciendo, yo “trabajo de amargado”, pero lo curioso es que esa idea suya acerca de mi amargura no se reducía a Facebook sino también a mi presunta vida privada. Un par de agudísimas, oportunas y casi freudianas observaciones más que logré escuchar de su voz pandémica detrás de su KN95 me informaron, prácticamente, en una especie de radiografía de mi personalidad, acerca de cómo soy yo. Era esa, por supuesto, una información que yo desconocía por completo, porque, como todo mundo sabe o podría suponer, yo, a mis cuarenta años, todavía no he sido capaz de autoanalizarme, de llegar a saber quién soy y cómo soy, sigo creyéndome un personaje de ficción, soy un caso de estudio para la psicología, y era absolutamente necesario (urgente incluso) que viniera uno de esos amigos míos de Facebook a aclararme las cosas para que por fin, como se dice, me cayera el veinte, para que por fin supiera yo que soy un amargado.
Lo de mi mal humor es un asunto que ha llamado también la atención de mi mamá. “Usted, hijo, de chiquito era bien bonito”, suele ella informarme, generalmente cuando me ve de mal humor, lo que yo interpreto de esta otra manera: “Usted, hijo, de chiquito no era tan amargado”, pues obviamente no puede estarse refiriendo al abandono de mi atractivo, pues éste, con el paso de los años, incluso aumenta (me lo dicen a menudo y yo soy bastante crédulo en eso). Tiene la mala suerte ella de hacerme ese comentario justo cuando me dispongo, con algún chiste, a reponerme del trago amargo y a mostrarme otra vez “bonito”, como cuando estaba “chiquito”, lo que me hace pensar que, del mismo modo que la observación de mi excompañero universitario, esta otra observación de mi mamá tiene la virtud de exacerbar mi mal humor.
Me muevo yo por el mundo con un humor, digamos, término medio tirando a buen humor, pero el problema de este tipo de buen humor discreto es precisamente su discreción; si uno no se abre camino en la vida a carcajadas y está dispuesto a “trabajar de payaso” todo el tiempo, contando chistes o riéndose por cualquier estupidez ajena, no gana la debida reputación de persona con buen humor.
Me declaro (en público y en privado) absolutamente incapaz de reír, por ejemplo, con los memes insulsos o gastados, con las ocurrencias de los locutores de la radio, con las películas de Adam Sandler, con el optimismo reguetonero del vecino durante las mañanas; me declaro incapaz, ya lo he dicho en otras ocasiones, de ser un optimista viviendo en este país que más que país es cloaca. A mí la abstracción absoluta de este entorno de coprófagos en el que pasamos sumergidos en Honduras sólo me funciona cuando me pongo a leer o a escribir.
Sucede que mi buen humor reside, posiblemente, en cosas y en situaciones más pequeñas o más finas, menos al alcance del ojo feisbuquero de mi excompañero universitario y del maternal ojo de doña Yolanda, que sólo alcanza a verme también en Facebook o durante los dos o tres días de cada cuatrimestre que viene del pueblo a esta San Pedro permanentemente en fiesta en la que el único amargado parece ser su hijo mayor, el que de chiquito era bonito. No la culpo, entonces, por esa idea equivocada acerca de su primogénito.
Sucede, decía, que mi buen humor quizá consista en fingirme un amargado, y en despotricar, en consecuencia, con cierto ánimo provocador, como un pirómano, malévola sonrisa en ristre, acerca de todo cuanto exista allá afuera, empezando por esa aparente comodidad de muchos, casi todos, con lo establecido, con el placer que parece procurarles el acomodamiento de sus nalgas en el acolchonado asiento de La Gran Costumbre.
Yo, alrededor de mi casa, en la que caben mi familia, mis lecturas y mi cerveza diaria, me he construido una muralla altísima para que no entren, de ningún modo, el humor obvio, barato, simplón, el humor chusma de carro con puertas abiertas y parlantes en su máxima expresión, el humor de esa gentuza degenerada que no consigue estar un momento en silencio y encienden el televisor o el equipo de sonido, pues el salón de baile de sus cerebros no puede llenarse con imaginación, con ideas, sino con las canciones de la radio a un volumen altísimo, con Caso Cerrado y la doctora Polo, con los videos de “La More” y con Eduardo Maldonado.
Yo, obviamente, cuando me salto esa muralla y muestro mi cara en Facebook, por ejemplo, no puedo verme sino como amargado, pero esta amargura mía, tan reconocida públicamente, la atesoro porque me recuerda que no soy parte de esa manada que, bajo el efecto adormecedor de este narcótico llamado “realidad”, que nos enseña día a día a ser más dóciles e idiotas, ríe ante todo y es capaz de juzgar, a la primera, el mal humor del otro, pero no de reaccionar de una manera distinta ante la vacuidad y el sinsentido de lo que le rodea.
Mi amargura, que es uno de mis rasgos de carácter presuntamente de conocimiento público, yo la entiendo, quizá, como un acto de desahogo y de resistencia ante la imbecilidad que amenaza con asfixiarme a cada vuelta de esquina, a cada clic, a cada fin de semana de fiesta de mis vecinos. Y en mi vida privada, que es, al fin y al cabo, mi vida real, la que casi nadie conoce, en la que caben, como dije, mi familia, mis lecturas, mi cerveza diaria y mis pocos amigos, mantengo y alimento el saludable espacio restante para el buen humor, el buen humor privado, que, aunque se parezca al otro, a mi mal humor en público, son muy distintos.
Yo, afuera de esta gran muralla, fingiéndome amargado, en realidad me río a carcajadas. Soy el revés del payaso del poema de Roberto Sosa: me subo al vértice más alto de este circo y los observo a todos, con el equívoco gesto de mi mal humor. Si me ven, ahí, alguna vez, reír con vehemencia, reír a carcajadas, con todas las arrugas acumuladas de mis cuarenta años, sorpréndanse un poquito o ríanse conmigo, pero sepan que quizá lo que esté haciendo sea fingir que no me amargan las constantes insolencias de la vida. Así que no confíen en mi rostro, que es el rostro de un cabrón, de un payaso que a veces trabaja de amargado. O al contrario.