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Mi columna «Lo demás es ficción», que había pasado por Literofilia y Tercer Mundo, desde ahora estará en El Heraldo. Éste es el primer artículo de la versión 3.0:

23 martes May 2023
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Mi columna «Lo demás es ficción», que había pasado por Literofilia y Tercer Mundo, desde ahora estará en El Heraldo. Éste es el primer artículo de la versión 3.0:
25 martes May 2021
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Ya Jhonny Glens Márquez había anunciado en esta revista “la revolución de Mimalapalabra Editores”, o lo que es lo mismo: la forma que hemos encontrado en esta modesta editorial para sortear las dificultades inherentes a la publicación de libros en un país como Honduras. También Samaí Torres lo había informado en El Heraldo. Y hoy vengo yo con algo más de contexto sobre el asunto.
El nuestro es un país al que no hemos visto nunca en otro sitio que no sea la deshonrosa parte baja del ranking de más lectores en América Latina, un país que tiene como prioridades siempre cualquier cosa distinta a la cultura y a la educación, que pasa de una crisis social a otra con la misma frecuencia con que, en otros países, pasan de un avance a otro.
Mimalapalabra inició su andadura en aquel lejano 2009, el año del golpe de Estado, la segunda de nuestras tragedias nacionales contemporáneas después del huracán Mitch en 1998 (la tercera es el Partido Nacional, por supuesto), y desde entonces ha publicado, con la iniciativa (y el dinero) particular de cada autor involucrado, veintiún libros entre poesía, ensayo y narrativa. Existió siempre la editorial como algo apenas funcional, como un recurso de emergencia ante la escasez de oportunidades de publicación en el país. Así fue como nació en 2009: yo quería publicar una novelita y, como no había quién me ayudara con eso, me inventé una editorial.
Cuando empezó el confinamiento, producto de la pandemia del Covid-19, reducidas al mínimo esas horas que uno emplea normalmente para trasladarse de la casa al trabajo y del trabajo a la casa, me encontré con más tiempo disponible para la exploración de algunas ideas en torno a la editorial. Pensé: es inviable para cualquier autor en Honduras pagar una buena cantidad de dinero por la impresión de un libro que, probablemente, tardará años en vender (o regalar). Las imprentas hondureñas suelen hacer tirajes de no menos de 500 ejemplares, lo que resulta una inversión (un gasto) considerable para cualquier autor. Pensé también: sólo los autores primerizos (como lo fui yo alguna vez) están dispuestos a reunir el dinero necesario para una empresa tan arriesgada. Cumplido el sueño de ver su primer libro publicado, al costo que sea, y de confirmar cómo esos ejemplares convocan a las cucarachas en unas cajas durante años, al autor primerizo empieza a “caerle el veinte”. Ahí es cuando comienza a “madurar”, entiende que quizá lo suyo es otra cosa o quizá reafirma su vocación diciendo que no le importa su fracaso como vendedor de libros, mientras no acabe fracasando como escritor. La mayoría, sin embargo, no ve diferencia entre una cosa y otra.
Pues bien, harto de esas imprentas que no siempre cumplen con lo prometido y la mayoría de las veces nos quedan a deber, sobre todo en lo que respecta a la calidad de los materiales y de la impresión, pero también en la cantidad de los ejemplares pactados y en los plazos de entrega, pensé: si estos cabrones creen que pueden hacer negocio a costa nuestra, les voy a demostrar que no los necesito. Yo ya había inventado una editorial alguna vez; ¿qué me impedía ahora reinventarla? Así que, con la ayuda de unos cuantos amigos, reinventé Mimalapalabra sirviéndome de los recursos de la plataforma de Amazon.
Les ahorraré los aburridos detalles relativos al proceso entre el inicio de la edición de un libro y el momento en que nos llega a Honduras, después de su impresión en los Estados Unidos; es un proceso largo, que juega con nuestro entusiasmo y con nuestra impaciencia, pero que resulta infalible. Baste decir que nuestros libros se venden en Librería Metronova de San Pedro Sula y que los publicitamos en nuestro blog y en nuestras redes sociales, para hacer envíos a todo el territorio nacional.
Llevamos con esta nueva etapa desde septiembre de 2020, cuando todavía estábamos confinados; pasaron Eta y Iota y nuestros libros no dejaron de venderse. Estamos en marzo y acaba de llegarnos un tercer tiraje con todos nuestros libros, el más grande desde que empezáramos, y mientras tanto, seguimos editando y preparando los nuevos tirajes. Los más recientes son la antología Doce cuentos negros y violentos, el número 12 de la colección Narrativa, que lanzamos en diciembre y que ha estado disponible, como todos los demás, en Amazon, pero desde este fin de semana también en físico en Honduras; y otros tres para ampliar la colección Convergencias: Escribir o tropezar, de Raúl López Lemus; Resquicios, de Hernán Antonio Bermúdez; y Mentir la vida, del costarricense Álvaro Rojas Salazar, que vendrán a Honduras durante los próximos meses.
Como ven, Mimalapalabra ya no es la editorial de uno o dos libritos que aparecían y desaparecían del panorama literario nacional del mismo modo que sus autores; tenemos en circulación ahora mismo ocho libros en Honduras y otros tres que están por llegar, y podemos garantizar la existencia permanente de estos libros.
Este año tenemos previsto reeditar los dos libros de cuentos de Raúl López Lemus: Entonces, el fuego y Perro adentro, publicados en 2012 y 2015, respectivamente; la antología El relato fantástico en Honduras, de Mario Gallardo, que lleva dos ediciones en otras dos editoriales; y en junio publicaremos dos o tres novelas negras de igual número de autores hondureños. Y en estos próximos meses, también, empezaremos a publicar los libros de Roberto Castillo, tanto los que ya se conocen, que dejaron de circular hace mucho tiempo en Honduras, como los inéditos, que nos tienen ahora bastante entretenidos, convertidos de pronto en arqueólogos literarios.
Alguien quiso saber por qué lo hacemos. ¿Qué por qué hacemos qué cosa?, pregunté. Se refería a esto de “echarnos el trompo a la uña”, a esto de editar y publicar libros en un país como Honduras. Porque algo hay que hacer para animar la fiesta, respondí, porque, aunque sepamos que perderemos la guerra, hay que dar la batalla siempre, le dije también, recordando a Bolaño. Porque no puede haber fiesta sin libros, pues.
Así que la fiesta recomenzó, para nosotros, en septiembre de 2020 y se ha mantenido hasta ahora con todo el entusiasmo necesario. Poco a poco ampliamos nuestras posibilidades, nuestras expectativas y nuestros alcances. Estamos ya, incluso, en condiciones de ofrecer a los autores la posibilidad de publicar sus libros sin que inviertan dinero en ello y sin que tengan que pensar en cosa distinta a lo único que deberían dedicar su esfuerzo: a escribir buenos libros; porque el resto lo hacemos nosotros. Tratamos de dignificar ese esfuerzo de los escritores, para que no tengan que pasar, después de escrito su libro, por el penoso proceso de invertir dinero para su impresión (sin la necesaria edición), tramitar un (casi imposible) ISBN, sentarse con un diseñador gráfico durante días o semanas, recibir por fin las cajas con esos libros impresos, cargarlos luego para llevarlos a las librerías con la esperanza de que ahí se los acepten en consignación, y por último, esperar meses o años que se vendan algunos ejemplares y se los paguen (si es que tienen al día sus facturas del SAR), mientras por cuenta propia se prostituyen en colegios y universidades para que unos amables profesores “los apoyen” vendiéndoselos a sus alumnos.
Creemos que nada de eso es necesario ahora. Creemos que los autores merecen respeto. Creemos que, por escasa que sea la incidencia de un arte como el literario en un país como Honduras, quienes nos dedicamos a esto podemos hacerlo con dignidad. ¿Qué les impide a nuestros libros y a nuestros autores hondureños nutrir los estantes de las librerías nacionales, como lo hacen los libros extranjeros, y llegar a las manos de los lectores? En Mimalapalabra nos preocupamos por publicar libros con calidad literaria, pero también nos interesa que esos libros “no se sientan menos” que los de las editoriales extranjeras, por lo que, además de escoger con cuidado a nuestros autores, nos aseguramos de hacer el necesario trabajo de la edición y de garantizar la calidad de la impresión.
¿Hasta dónde hemos de llegar? ¿Hasta cuándo ha de continuar la fiesta? No se nos ocurre ver hacia atrás sino para reírnos un poco de nosotros mismos, de lo que fuimos antes de ser esto que vaya a saber si somos, como dijo Cortázar. Porque todo apunta hacia delante.
Nos divierte ser el alma de nuestra fiesta, pero ojalá se sumen otros autores, otros libros, otras editoriales y contribuyamos todos a la disonancia en este paisaje monótono llamado Honduras.
26 sábado Sep 2020
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inHace más de un mes, cuando salí de casa porque debía ir al supermercado, me encontré ahí, frente a la vitrina de los quesos, mientras esperaba que me atendieran, a un excompañero de la universidad, uno de los tiempos en que yo estudiaba Administración de Empresas, antes de convertirme en ese “renegado del sistema” que se dedicaría a estudiar “una carrera para fracasados”: la de Letras, y al reconocerme, a pesar de mi calvicie, que dista mucho de aquella profusa cabellera que realzaba mi belleza de allá por 1998 y 1999, y a pesar, también, de la mascarilla, me saludó con tal aspaviento que tuve que frenarlo con mi puño derecho alzado, como sugiriéndole que en estos tiempos pandémicos conviene evitar los abrazos y otras demostraciones excesivas de entusiasmo.
No lo reconocí de inmediato porque, así como yo había ganado belleza con mi calvicie durante todos estos años, él la había ganado en libras, lo cual, por iniciativa suya, aclaro, fue nuestro tema de conversación durante los primeros tres minutos. Nos tiramos ahí, en medio de los demás clientes del área de quesos del supermercado, unas buenas carcajadas, y luego mi excompañero universitario me sorprendió con una finísima observación: “te noto de buen humor”, que, de plano, mandó a la mierda mi buen humor de ese momento.
Mi gesto de sorpresa pudo haber sido evidente aún debajo de mi mascarilla; quizá mis ojos se achicaron y mi ceño fruncido se expresó con su elocuencia de siempre, haciendo evidentes mis ganas de alzar de nuevo el puño, pero esta vez para depositárselo, también con suficiente elocuencia, sobre su KN95. Más de veinte años después de que hubiéramos coincidido, sin que, acaso, mediáramos palabra más que un par de veces, en las aulas del tercer piso del edificio 2 del antiguo CURN, mi efusivo excompañero venía a hacerme una observación que denotaba un profundo conocimiento sobre lo que yo constituyo como individuo y específicamente, un profundo conocimiento acerca de cómo funciona mi sentido del humor.
En aquel momento una señora me preguntó, detrás de la vitrina, en qué podía ayudarme, y destiné toda mi concentración a intentar recordar las instrucciones de mi mujer respecto a cuánto de queso, cuánto de mantequilla y de qué marcas, respectivamente, y eso impidió que le preguntara a mi excompañero por qué le llamaba particularmente la atención mi buen humor de aquel momento. Faltaban unos cuantos números para que a él lo atendieran, así que, muy a mi pesar, consideró oportuno él ampliar su observación: “es que veo que sólo de amargado trabajás en Facebook”. Esta revelación suya de que sigue los pasos de mi carrera feisbuquera no me tomó por sorpresa, pues sucede que no reparo demasiado en quienes me mandan “invitación de amistad” por esa red social, a menos que tengan toda la pinta, desde sus fotos de perfil, de ser cachurecos, pervertidos o poetas malditos.
Pues según el excompañero universitario, como les venía diciendo, yo “trabajo de amargado”, pero lo curioso es que esa idea suya acerca de mi amargura no se reducía a Facebook sino también a mi presunta vida privada. Un par de agudísimas, oportunas y casi freudianas observaciones más que logré escuchar de su voz pandémica detrás de su KN95 me informaron, prácticamente, en una especie de radiografía de mi personalidad, acerca de cómo soy yo. Era esa, por supuesto, una información que yo desconocía por completo, porque, como todo mundo sabe o podría suponer, yo, a mis cuarenta años, todavía no he sido capaz de autoanalizarme, de llegar a saber quién soy y cómo soy, sigo creyéndome un personaje de ficción, soy un caso de estudio para la psicología, y era absolutamente necesario (urgente incluso) que viniera uno de esos amigos míos de Facebook a aclararme las cosas para que por fin, como se dice, me cayera el veinte, para que por fin supiera yo que soy un amargado.
Lo de mi mal humor es un asunto que ha llamado también la atención de mi mamá. “Usted, hijo, de chiquito era bien bonito”, suele ella informarme, generalmente cuando me ve de mal humor, lo que yo interpreto de esta otra manera: “Usted, hijo, de chiquito no era tan amargado”, pues obviamente no puede estarse refiriendo al abandono de mi atractivo, pues éste, con el paso de los años, incluso aumenta (me lo dicen a menudo y yo soy bastante crédulo en eso). Tiene la mala suerte ella de hacerme ese comentario justo cuando me dispongo, con algún chiste, a reponerme del trago amargo y a mostrarme otra vez “bonito”, como cuando estaba “chiquito”, lo que me hace pensar que, del mismo modo que la observación de mi excompañero universitario, esta otra observación de mi mamá tiene la virtud de exacerbar mi mal humor.
Me muevo yo por el mundo con un humor, digamos, término medio tirando a buen humor, pero el problema de este tipo de buen humor discreto es precisamente su discreción; si uno no se abre camino en la vida a carcajadas y está dispuesto a “trabajar de payaso” todo el tiempo, contando chistes o riéndose por cualquier estupidez ajena, no gana la debida reputación de persona con buen humor.
Me declaro (en público y en privado) absolutamente incapaz de reír, por ejemplo, con los memes insulsos o gastados, con las ocurrencias de los locutores de la radio, con las películas de Adam Sandler, con el optimismo reguetonero del vecino durante las mañanas; me declaro incapaz, ya lo he dicho en otras ocasiones, de ser un optimista viviendo en este país que más que país es cloaca. A mí la abstracción absoluta de este entorno de coprófagos en el que pasamos sumergidos en Honduras sólo me funciona cuando me pongo a leer o a escribir.
Sucede que mi buen humor reside, posiblemente, en cosas y en situaciones más pequeñas o más finas, menos al alcance del ojo feisbuquero de mi excompañero universitario y del maternal ojo de doña Yolanda, que sólo alcanza a verme también en Facebook o durante los dos o tres días de cada cuatrimestre que viene del pueblo a esta San Pedro permanentemente en fiesta en la que el único amargado parece ser su hijo mayor, el que de chiquito era bonito. No la culpo, entonces, por esa idea equivocada acerca de su primogénito.
Sucede, decía, que mi buen humor quizá consista en fingirme un amargado, y en despotricar, en consecuencia, con cierto ánimo provocador, como un pirómano, malévola sonrisa en ristre, acerca de todo cuanto exista allá afuera, empezando por esa aparente comodidad de muchos, casi todos, con lo establecido, con el placer que parece procurarles el acomodamiento de sus nalgas en el acolchonado asiento de La Gran Costumbre.
Yo, alrededor de mi casa, en la que caben mi familia, mis lecturas y mi cerveza diaria, me he construido una muralla altísima para que no entren, de ningún modo, el humor obvio, barato, simplón, el humor chusma de carro con puertas abiertas y parlantes en su máxima expresión, el humor de esa gentuza degenerada que no consigue estar un momento en silencio y encienden el televisor o el equipo de sonido, pues el salón de baile de sus cerebros no puede llenarse con imaginación, con ideas, sino con las canciones de la radio a un volumen altísimo, con Caso Cerrado y la doctora Polo, con los videos de “La More” y con Eduardo Maldonado.
Yo, obviamente, cuando me salto esa muralla y muestro mi cara en Facebook, por ejemplo, no puedo verme sino como amargado, pero esta amargura mía, tan reconocida públicamente, la atesoro porque me recuerda que no soy parte de esa manada que, bajo el efecto adormecedor de este narcótico llamado “realidad”, que nos enseña día a día a ser más dóciles e idiotas, ríe ante todo y es capaz de juzgar, a la primera, el mal humor del otro, pero no de reaccionar de una manera distinta ante la vacuidad y el sinsentido de lo que le rodea.
Mi amargura, que es uno de mis rasgos de carácter presuntamente de conocimiento público, yo la entiendo, quizá, como un acto de desahogo y de resistencia ante la imbecilidad que amenaza con asfixiarme a cada vuelta de esquina, a cada clic, a cada fin de semana de fiesta de mis vecinos. Y en mi vida privada, que es, al fin y al cabo, mi vida real, la que casi nadie conoce, en la que caben, como dije, mi familia, mis lecturas, mi cerveza diaria y mis pocos amigos, mantengo y alimento el saludable espacio restante para el buen humor, el buen humor privado, que, aunque se parezca al otro, a mi mal humor en público, son muy distintos.
Yo, afuera de esta gran muralla, fingiéndome amargado, en realidad me río a carcajadas. Soy el revés del payaso del poema de Roberto Sosa: me subo al vértice más alto de este circo y los observo a todos, con el equívoco gesto de mi mal humor. Si me ven, ahí, alguna vez, reír con vehemencia, reír a carcajadas, con todas las arrugas acumuladas de mis cuarenta años, sorpréndanse un poquito o ríanse conmigo, pero sepan que quizá lo que esté haciendo sea fingir que no me amargan las constantes insolencias de la vida. Así que no confíen en mi rostro, que es el rostro de un cabrón, de un payaso que a veces trabaja de amargado. O al contrario.
14 domingo Jun 2020
Posted Artículos, Lo demás es ficción
inNo lo conozco personalmente, pero cuando un amigo me envió un mensaje con un comentario de un tal Óscar Leiva Estrada acerca de un foro virtual en el que participamos Mario Gallardo, Raúl López y yo, pensé que podía tratarse de la persona que creó un medio digital llamado El Pulso, la editorial llamada Casasola y que durante el juicio celebrado en Nueva York a Tony Hernández actuó, pagado por HRN, en calidad de reportero, como el típico periodista catracho que escribe o dice lo que le dictan para “ganarse el pan”.
Una extraña combinación de referencias, a la que podría agregar unas cuantas más: parece que el señor Leiva Estrada es el mismo que publicó la novela titulada Pescador de sirenas, cuya reseña de Hernán Antonio Bermúdez apareció en Tercer Mundo con el título de “Pescador sin fortuna”; y si mal no recuerdo, Leiva Estrada -aunque parece que esto de anteponerse el Leiva es reciente, porque antes creo recordar que se llamaba simplemente Óscar Estrada- fue quien un día comentó en un blog que yo editaba, de nombre Literatura Portátil, para afirmar que yo guardaba resentimiento, no sé si con Julio Escoto o con el mundo entero, por el hecho de no haber recibido el Premio Nacional de Literatura.
Voy a poner a continuación los indispensables signos de admiración: ¡!, porque cuando leí semejante tontería, venida de quién sabe quién (en aquel momento supuse el “Óscar Estrada” un seudónimo, pues ya sabemos que su uso, o figurar como anónimo, es práctica recurrente en cierto tipo de personas), debí reaccionar con un gesto de auténtico asombro, aunque está más presente en mí el recuerdo de una carcajada sólo reprimida para evitar la posibilidad de dejar caer algunas gotas de saliva en mi teclado.
A propósito de este tema: ¿hay algún escritor en Honduras con un resto de dignidad que, más allá de creer que merece el Premio Nacional de Literatura, aspire a recibirlo, considerando quiénes lo otorgan y cuáles son los criterios que determinan su otorgamiento? Eso ya daría para otro artículo.
Permítanme esta última pausa, que quizás arroje luz al contexto del comentario de Leiva Estrada: en 2016 me concedieron un premio de novela que, si no fuera porque incluía diez mil dólares, probablemente a nadie le habría importado. Recuerdo que un día después de darse a conocer el fallo del jurado, que integraron el poeta hondureño Leonel Alvarado, el escritor costarricense Óscar Núñez Olivas y el novelista salvadoreño Manlio Argueta, apareció una nota anónima en El Pulso, el medio digital creado, al parecer, por Leiva Estrada. Esa nota, titulada “Los laureles bajo la sombra”, torpemente redactada y con un manejo de las fuentes y de los datos bastante cuestionable y hasta sospechoso, señalaba como “viciado” el premio (¡Vaya ironía!), sobre todo por la manera de procesar las obras participantes, algo con lo que estuve de acuerdo, pues con el envío de los textos vía correo electrónico no se garantizaba el ocultamiento de la identidad de los autores, necesario en este tipo de concursos; y además, la fecha para la comunicación del fallo se dilató tanto que, recuerdo, en algún momento pensé que ese premio había sido sepultado por la desidia burocrática.
Esto debería, junto a las anteriores referencias, servir sólo de contexto para lo que sigue, y lo que sigue es el comentario escrito por Óscar Leiva Estrada en su muro de Facebook, según veo en la captura de pantalla que me envía el amigo ya referido: “Entré a un foro de “literatura en tiempos de pandemia” auspiciado por el CAC de la UNAH y bueno, no sé quién es quién ahí la verdad, pero alguien dijo que no podía recomendar un libro hondureño para ser escritor, que mejor leyeran a Sabato. Y yo (aquí Leiva Estrada pone un emoji sonrojado) acaso no hay un libro hondureño según usted que deba leer todo escritor de Honduras! Obviamente es alguien que desconoce ciento y pico de años de literatura nacional. Luego alguien más dijo que no era necesario leer para escribir. Que cualquiera puede hacerlo y habrá alguien quien le lea. Quizás estoy dando un reporte descontextualizado y después (o los demás invitados) desvirtuaron esos argumentos. Me salí del foro. No puedo creer que esos son los que enseñan literatura en la UNAH”.
Hasta aquí el comentario de Leiva Estrada. Permítanme ponerle un [sic] enorme, para que no crean que la torpeza de la redacción es mía, sobre todo considerando que he publicado libros (como Leiva Estrada) y hasta es posible que acepte que soy escritor (como Leiva Estrada) e incluso considerando que edito un modesto medio digital, Tercer Mundo (como Leiva Estrada con El Pulso), y que hasta he jugado a ser el director de una editorial, mimalapalabra (como Leiva Estrada con Casasola). Así que para que no quede duda, lo repito: todo lo que cité antes entre comillas lo escribió el escritor, periodista fundador de un medio de comunicación y director de una editorial Óscar Leiva Estrada. No puedo creer que, con tanto currículum, sea él capaz de entender tan mal lo que escucha, y más aún, con tanta experiencia escribiendo y editando, ya sea sus libros o los libros de los autores de su editorial o las notas que publica en El Pulso, no sea capaz de redactar mínimamente bien un simple comentario de Facebook. No quisiera creer que así somos todos los escritores, los periodistas y los editores de este país.
Una de las premisas básicas de todo buen lector es leer sin prejuicios. Y una de las premisas básicas de todo buen periodista es conocer el contexto. Es cierto que Leiva Estrada no “nos leyó” en ese foro virtual al que alude, tan sólo nos vio y nos escuchó un rato, porque después de escuchar (o de entender mal), salió del foro, según afirma. Pero creo que alguien debe darle la razón y confirmarle que, efectivamente, está “dando un reporte descontextualizado”.
No voy a ser yo quien le ofrezca el contexto de nuestra plática en ese foro virtual, pues, por lo que se desprende de su comentario, eso a él no le interesa. Y, además, ahí están esas casi dos horas de nuestra plática colgadas en Facebook, para que repase la lección, ya que no la entendió bien, aunque nadie le bajará puntos si decide no hacerlo. Así que no es algo de lo que nadie debiera preocuparse demasiado; hay niños que se empeñan en ser siempre los que están en la esquina del aula, de espaldas a la clase, con sus orejas de burro, y años después, cuando ya son adultos, llegan a ser diputados, exitosos empresarios, periodistas y hasta escritores. Lo que al parecer sí le interesa al señor Leiva Estrada, típico periodista catracho, con el ácido desoxirribonucleico de HCH, que vive del morbo o del chinchín pecuniario, es, quizá, darle salida a algún resentimiento posiblemente guardado desde los tiempos en que, según supe después por las mismas “fuentes” que le confiaron a aquel redactor anónimo de El Pulso los detalles sobre los manejos del premio que yo gané, él participó, con toda la ilusión del mundo y creyendo plenamente en sus capacidades como novelista, y ni siquiera llegó a estar entre los finalistas. Al final, los diez mil dólares fueron a parar a otro lado. ¿Es motivo eso para estar enfurruñado?
Esa es la única manera en que logro explicarme que un connotado escritor, prestigioso director de editorial, periodista fundador de un medio digital y oportuno fiel reportero de HRN en las cortes de Nueva York haya llegado a entender tan mal y a manejar tan mal los datos que, mientras seguramente intentaba pasar un poco de su habitual pan por el gañote, escuchaba de nuestra plática en aquel foro virtual.
20 lunes Abr 2020
Posted Artículos, Lo demás es ficción
inHacia el final de la novela 2666 de Roberto Bolaño, específicamente en “La parte de Archimboldi”, el narrador se refiere a Tegucigalpa en los siguientes términos: “le pareció dividida en tres grupos o clanes bien diferenciados: los indios y los enfermos, que constituían la mayoría de la población, y los así llamados blancos, en realidad mestizos, que eran la minoría que ostentaba el poder”. Luego habla de sus habitantes: “Todos gente simpática y degenerada, afectados por el calor y por la dieta alimenticia o por la falta de dieta alimenticia, gente abocada a la pesadilla”. Y al final, hace balance de los hondureños en general: “…la naturaleza de los hondureños, incluso de los educados en Harvard, tendía al robo, a ser posible el robo con violencia”.
Siempre me reí con ese pasaje de la novela de Bolaño, que leí por primera vez en 2004, porque me pareció (y me sigue pareciendo) asombrosamente cercano a la realidad. Si bien el narrador de Bolaño simplifica la categorización de las clases sociales en Tegucigalpa (que podrían ampliarse a toda Honduras y sobre todo, por el tema del calor, aunque por estos días también por el de los contagios de Covid-19, a San Pedro Sula), resulta irrefutable “el fondo” de la idea: en Honduras la mayoría de la población está constituida por gente pobre, mal alimentada y enferma; y si acaso tuviéramos que establecer cuáles son nuestras definitivas clases sociales, diría que, en primer lugar, la de los pobres y marginados, luego la de los medianamente educados con acceso (o con esperanza) a trabajos para sobrevivir y, por último, la de los ricos (la minoría) que ostentan el poder.
Parte de mi risa al leer ese texto de Bolaño en 2004 se debía a lo curioso que resulta el hecho de que un extranjero que, si acaso estuvo en Honduras alguna vez fue de pasada, luego de salir de prisión en Chile durante el golpe de Estado de Pinochet a Allende en 1973, cuando tuvo que hacer, vía terrestre, el viaje hasta México, fuera capaz de radiografiar a nuestro país y de resumir en unos pocos párrafos nuestro “modo de ser”. Tampoco es tanto el mérito, pues cualquiera con un mínimo de inteligencia y capacidad de observación, dentro o fuera de nuestras fronteras, podría llegar a conclusiones similares, pero me llamó la atención que el escritor no se mordiera la lengua (sería insólito que lo hiciera), pues entre nosotros, esto de juzgar lo que somos, de “criticar lo nuestro”, no es bien visto por la mayoría, que prefiere tragarse el cuento del país de las maravillas o se la pasa en esa cruzada optimista del “rescate de lo positivo”, por lo que se me ocurre que el buen Bolaño pasa de inmediato, si no había sucedido ya, a engrosar la lista de quienes “le hacen daño a la imagen del país”.
Hace tres años, cuando presenté mi novela Los días y los muertos en la UNAH en Tegucigalpa una señora del público, que dijo ser la “directora del sistema bibliotecario de la universidad” (o algo parecido), se levantó para felicitarme diciéndome que qué bueno que haya escritores en Honduras, que qué importante es leer, etcétera, pero justo cuando ya nos estaba pareciendo aburridísima, soltó lo importante, es decir, lo que la había motivado a levantarse para hablar en ese momento. Me recriminó, en primer lugar, el título de mi novela, sugiriendo que lo cambiara a “Los días y los vivos” o alguna variante menos fúnebre; se permitió, además, darnos a todos una lección de patriotismo y nos llevó, en un rápido paseo por sus recuerdos turísticos, a “todos esos lugares bonitos de Honduras” que, según entendimos, constituían temas mucho más agradables para escribir una novela. De inmediato se activó en mí y en los demás asistentes al evento una saludable oleada de indignación que se manifestó en variadas pero contundentes respuestas a la señora, a quien vimos, poco a poco, hacerse chiquitita en su asiento, quizá sin comprender los motivos de que su chovinismo, su optimismo y sus consejos hubieran caído tan mal entre el resto la concurrencia.
Ese recuerdo sirve muy bien como ejemplo de ese optimismo con el que muchos hondureños salen “drogados” de sus hogares cada mañana, algunos de ellos porque de verdad creen vivir en un país hermoso y lleno de oportunidades (quizá para ellos sea así, no hay que descartarlo, hay de toda clase de gente en la vida, sobre todo entre los que viven de la política); pero el resto lo hace, quizá, porque prefiere pensar, en un ejercicio de evasión, que eso es cierto antes que dejarse embarrar por la mierda cotidiana; o porque, en otro ejercicio al que llamaremos placebo, encuentra en el optimismo y en la negación de la realidad, combinado con el entretenimiento vacuo (los tik toks, los acertijos con frutitas en Facebook…) una cura, que aunque momentánea y ficcional, es cura al fin y al cabo.
Y es que da la impresión de que en estos tiempos la mayoría quisiera vivir como el niño de la película La vida es bella, engañados, pero aparentemente felices, y aunque no justifico tal elección, soy, después de darle bastantes vueltas al asunto en mi cabeza, capaz de entenderla.
En términos de cultura, en su acepción específica referida al “conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico”, según el diccionario de la RAE, la diferencia entre los hondureños cultos y los incultos es mucho más amplia que la que hay entre ricos y pobres (noten que ya estamos haciendo otra categorización de nuestras clases sociales, en la que la de los reguetoneros ocuparía el nivel a ras de suelo). Esto sucede, sobre todo, porque la educación, importantísima para que un individuo se desarrolle intelectualmente, no es en este país un valor demasiado apreciado, y sin educación, entonces, o sin una educación de calidad, ese mismo individuo, en lugar de consumir cultura y de desarrollar su juicio crítico, lo que hace es dejarse llevar por la inercia y consumir, sin atragantarse, con placer incluso, del mismo modo en que se atora una Coca-Cola, la basura del Internet, las redes sociales, la radio y la televisión o la charlatanería derivada de la fe y las iglesias.
Esto no es nada extraño ni exclusivo de nuestra condición de país pobre, subdesarrollado y tercermundista, por supuesto; recuerdo haber conocido a gente muy tonta y muy fanática y muy ignorante también en España, durante los tres años que viví allá. España, ya sabemos, es un país con una oferta cultural envidiable y aunque la calidad de su educación respecto al resto de los países europeos no es la mejor, sí es muchísimo más alta que la de Honduras y de la mayoría de los países latinoamericanos. Siempre he pensado que es absolutamente comprensible encontrar gente ignorante e inculta en Honduras, un país que limita las posibilidades de cualquier ciudadano desde su nacimiento (aunque nos inoculemos el virus del optimismo cada mañana), pero es difícilmente comprensible que en un país como España, en donde uno encuentra, por ejemplo, una vasta biblioteca pública en cada pueblito al que llegue, salgan, de vez en cuando, esos tontorrones como la hermana de la dueña de la empresa en la que yo trabajaba, que creía (sin ironía de por medio) que Rumanía, Honduras y Colombia son países limítrofes.
Es comprensible, he dicho, que en nuestro país haya gente ignorante (ignorar, del latín ignorāre: “no saber algo o no tener noticia de ello”; no lo tomen, entonces, como un insulto), gente excesivamente optimista y hasta ingenua, del tipo que dice “los buenos somos más”; gente de un solo libro (La Biblia), dispuesta más a creer que a saber; gente escasamente educada (algunos no tuvieron la oportunidad, hay que decirlo), sin capacidad de analizar las cosas y de reaccionar ante las anomalías o de calcular las consecuencias de sus decisiones (las elecciones generales de cada cuatro años son un ejemplo); gente adicta a los clics e idiotizada por las redes sociales; gente corrupta, incapaz de actuar más allá de un beneficio inmediato (en este país a nadie parece importarle el bien común); gente muy cómoda (o acomodada) en “el país de las maravillas”. Resumiendo: gente que ve pasar la vida como si no pasara nada, que vive engañada, abstraída o distraída de lo realmente importante, pero gente feliz, al fin y al cabo.
Eso del optimismo, más allá de las metas que me impongo, del esfuerzo que aplico en cada cosa que hago, del cálculo de mis posibilidades en base a lo que reconozco como mis virtudes y mis defectos, mi potencial y mis carencias, mis fortalezas y mis debilidades, la verdad, no va conmigo. Pero como ya dije, entiendo que en otras personas la cosa funcione de manera distinta.
Creo que un hombre debe ser consciente de su lugar en el mundo y debe, al mismo tiempo, tratar de vivir con lo que ese mundo le ofrece. Acabo de cumplir cuarenta años y supongo que por eso me da por hacer el balance de todo esto. Perdonen ustedes que esta vez no sea tan cáustico como de costumbre. Me invade un pesimismo reposado, en cuarentena.
La verdad, pocas veces me he sentido identificado con todo lo que representa a estas Honduras en las que vivo. Me gusta, como a cualquiera, la comida hondureña; me fascinan los paisajes de mi país que he llegado a conocer en estos cuarenta años; he admirado y admiro a algunos hombres y mujeres que aún con todo en contra, han logrado hacer cosas importantes en este país (o cuando han salido huyendo de él); soy tan hondureño como cualquier hondureño y amo a este país con una fuerza tan grande como la fuerza con la que he llegado a odiarlo. Sí, porque no puede ser otro más que odio el sentimiento que aflora en mí, unido al de la vergüenza, cuando veo en lo que este país se ha convertido: un pozo insondable de corrupción y barbarie al que se accede a través de un embudo forjado por la ignorancia, el fanatismo religioso y la estupidez derivada de ambas cosas.
Honduras es, como lo dijo el narrador de Bolaño, un lugar de “gente abocada a la pesadilla”, dispuesta a matarse por cualquier cosa; aquí se tiende al robo y no sólo “al robo con violencia” sino también al robo con descaro, sin vergüenza, porque uno de los principios de la idiosincrasia catracha es ese de “si tenés la oportunidad de robar y no robás, es que sos pendejo”, y no se puede tener optimismo en un país cuya mentalidad pasa por “reflexiones” como esa, no se puede tener esperanza en un país que confunde espiritualidad con fanatismo religioso, que gasta sus emociones en emoticonos y que ve, desde la pantalla de un teléfono, pasar la vida como si no pasara nada. Honduras es un error incorregible que en los últimos tiempos ha llegado a ser demasiado grande, aunque la mayoría, tonta y optimista, no se haya dado cuenta. Vivamos con eso y pongámosle, si nos apetece, los filtros necesarios. Que las opciones son sólo dos: pensamos, reflexionamos, criticamos y nos amargamos la vida o ya nos vamos olvidando de todo, sin pensar en nada, aceptando todo de buena gana y tatuándonos la sonrisa del Joker para simular que somos muy felices viviendo, como se vive, en este que antes era un país y que ahora es un mierdero absoluto.
20 lunes Abr 2020
Posted Artículos, Lo demás es ficción
inUnas semanas de inevitable encierro en casa y ya el mundo nos confirma su auténtico rostro: videos de gente con sus nalgas moviéndose al ritmo del reguetón, diciendo disparates a una cámara o haciendo malabares con un rollo de papel higiénico; aplausos multitudinarios (desde los pórticos o los balcones) que han de salvar vidas, textos que contienen ofertas altruistas de servicios profesionales desde casa, absurdas teorías conspirativas sobre el (ahora sí) Fin de los Tiempos. Todo constituye una auténtica muestra de esa “repetidera” automática de los seductores ecos de la banalidad, de ese Copy + Paste irracional que parece regir nuestras vidas actuales, en las que ya no aspiramos a pensar y a ser inteligentes.
Es lo que ocurre, cómo no, en las redes sociales, que, ya sabemos, sirven tanto para cambiar el mundo como para incrementar las posibilidades de un mundo más imbécil cada día. Unas semanas más de encierro y sentaremos las bases de la que será nuestra condición futura: la de unos zombis siguiendo, en una reivindicación del derecho a la simple existencia, la droga que nos permita eso, sólo eso: existir, no vivir, apenas con los movimientos del cuerpo en los vaivenes del tiempo, sin la tediosa tarea de pensar, ese ejercicio inmóvil que produce dolores de cabeza innecesarios.
En 1939 Borges, atribuyéndole sus palabras a Pierre Menard, escribió lo siguiente: “Pensar, analizar, inventar no son actos anómalos, son la normal respiración de la inteligencia”. Y en el mismo párrafo hablaba de la posibilidad de “atesorar antiguos y ajenos pensamientos”, pues “todo hombre debe ser capaz de todas las ideas”, y remataba con un optimismo enternecedor: “entiendo que en el porvenir lo será”.
Borges, que tuvo casi todas las ideas, no pudo concebir jamás la idea de que esa, allá por el año 2020, iba a ser una pretensión ridícula. No imaginó que ese soñado aleph suyo se llamaría “internet”, y que, si bien le otorgaría a cualquier ser humano la posibilidad de tener al alcance de la mano todo el conocimiento del mundo, también propiciaría la acumulación de toda la imbecilidad del mundo.
Las excusas más repetidas, cuando las hay, tienen que ver, también, con la falta de imaginación, que, como ya deberíamos saber, es una rama que crece sólo en el tronco del pensamiento (imaginar es “pensar en imágenes”). Porque con un poco más de imaginación, estas excusas serían más creativas: “Hacemos esos videos para no aburrirnos” (una persona inteligente y creativa jamás se aburre); “No todos tuvimos tiempo de conseguir unos buenos libros para leer durante la cuarentena” (una persona que lee tiene siempre consigo unos buenos libros; no los busca por emergencia); “De alguna manera tenemos que pasarla bien” (sí, de alguna manera, pero en función de nuestra inteligencia y nuestra creatividad, ese entretenimiento podría resultar menos vacuo).
Pero esperar que alguien se excuse por dedicar las horas muertas del día (que en estas últimas semanas se han incrementado considerablemente) a esos ridículos ejercicios de la idiotez, es esperar demasiado. En realidad, la mayoría no se excusará jamás por algo así, porque ni siquiera serán capaces de reflexionar sobre lo que hacen con sus horas muertas; y cuando alguien se los restriegue en la cara, reaccionarán ofendidos. Sentirse ofendido, ya sabemos, es algo muy propio de quien no tiene convicciones firmes; la susceptibilidad es inversamente proporcional al desarrollo de la personalidad y de la inteligencia.
Un individuo que lee, escucha buena música, que tiende a pensar en lo que observa y a emitir juicios de valor al respecto, que por supuesto no se mueve por la fe o por la inercia o por el Copy + Paste y que se dedica, aparte de sus actividades cotidianas, a ejercicios creativos, suele ser visto en estos tiempos como alguien molesto y fuera de contexto. En definitiva, esos individuos, entre los que me incluyo, estamos fuera de contexto, somos viejos anticuados o amargados, casi unos extranjeros sin papeles en el país de los tontos o de los engañados sin remedio. Es una cuestión generacional, dicen algunos, y eso sirve para justificar el fenómeno, cuando no para entender que es un fenómeno demasiado peligroso. Porque en la ligera costumbre de decir por decir, recurrimos apenas al clásico de la indolencia: “qué se le va a hacer”, sin preguntarnos nunca el qué, el por qué, el cómo, aquello que da origen al razonamiento.
En esta época en la que el asunto de detenerse a observar lo que hay alrededor, de reflexionar sobre lo observado y de emitir juicios de valor al respecto no parece una actividad frecuente entre nosotros, pues nos distrae del simple entretenimiento exento del tedioso esfuerzo, que es lo que constituye el eje de nuestra existencia, la inercia es lo que nos mueve, como si flotáramos sobre un salvavidas y esperáramos que las olas nos lleven a una orilla segura.
Yo, que doy clases en la universidad, lo veo año con año: parecen bichos raros quienes leen un poco; el afán por la adquisición del conocimiento ha sido sustituido por el burdo afán de estar bien informados, incluso si la información resulta falsa; la idea de investigar en los libros es una cosa obsoleta, pues ahí están Mr. Google y doña Wikipedia que lo saben todo; las relaciones interpersonales ahora se miden en “likes” y somos capaces de desatar una guerra como reacción a un emoticono; las vidas y las experiencias ya no se ganan y se consumen en las calles, los parques y los bares sino en las pantallas, que lo engullen todo; ahora los desvelos no son producto de horas de estudio, de borracheras o de exhaustivas jornadas amorosas sino de los chats hasta las tres, cuatro o cinco de la mañana; la conciencia social ahora es la conciencia de las redes sociales, en donde surgen Greta Thunbergs, Residentes y Bukeles según mutan las causas y los gustos por las causas.
Suele verse ahora con frecuencia que, al no ser capaces de ejercitarnos en las tareas del pensamiento, colocamos a cualquiera en el pedestal destinado a los héroes. Un mérito común, inherente a su condición de artista o de político o de activista social, oportunamente publicitado en las redes sociales, hace de cualquiera un héroe, un modelo a imitar, un depósito ideal para nuestras emociones más pedestres. Así, inmersos en la decadencia del pensamiento creativo, del razonamiento, hasta Britney Spears y Bad Bunny emergen como figuras ejemplares.
Y en medio de todo eso, como si la educación que recibimos no haya sido suficientemente mala, aparece la fe como salvoconducto. Porque una persona con fe no necesita pensar; Dios, que rige sus actos, decide por ella. Una persona con fe permite que otros hagan el mal y “allá ellos” garantizando su condenación eterna; una persona con auténtica fe no toma precauciones derivadas del razonamiento, porque Dios guarda sus pasos; una persona con fe hace el mal, incluso, pero al ser ciega la fe, es invisible lo que de ella sale.
Pero nada de todo esto importa ahora si hay internet en casa, si somos incapaces de ver que, en las circunstancias actuales, y específicamente en un país como el nuestro en las circunstancias actuales, regido por esa nefasta combinación de corrupción, cinismo, estupidez y fe religiosa, lo más probable es que, más pronto que tarde, nos llegue el día en que lo paguemos todo, aunque no sepamos cuál es la deuda ni cómo la hemos contraído, aunque no tengamos idea del origen de nuestra incertidumbre. No se necesita tener una bola de cristal ni ser muy inteligente para saber que pronto aquí no habrá trabajo ni comida ni salud para muchos; no habrá, en las calles, condiciones para la vida normal y ni siquiera condiciones para una simple existencia normal. Tampoco, entonces, habrá fe o esperanza que nos salven; la realidad nos absorberá como ahora nos absorben las pantallas y sus banalidades, como ahora nos absorbe la estupidez humana.
Cuando eso suceda, quizá nos detengamos un momento para mirar atrás. Y entonces, al no ver nada distinto, porque nuestros ojos no estarán acostumbrados a ver el mundo distinto, porque jamás nos habremos ejercitado en el odioso arte del cuestionamiento, porque no habremos sido capaces nunca de reaccionar a las anomalías, volveremos a sonreír estúpidamente y continuaremos, como siempre, la marcha, con los brazos al frente y moviendo nuestros cuerpos con la mente en blanco, como los auténticos zombis que en realidad somos, incapaces de darle un respiro a nuestra inteligencia.
31 miércoles Jul 2019
Posted Artículos, Lo demás es ficción
inMi nuevo artículo en Tercer Mundo:
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La hipocresía es una forma natural de la ficción. Quizá por eso me gusta tanto. No se alarmen ni se froten las manos en actitud expectante, que no será esto la confesión de un hipócrita a punto de alcanzar el cenit de su vida, que es, se supone, lo que significa estar cerca de cumplir los cuarenta años, sino, quizá, tan sólo la explicación de por qué me complace identificar la hipocresía en las personas con las que convivo o con las que me tengo que cruzar de vez en cuando.
La hipocresía es, nos dice el DRAE, un fingimiento, y a mí eso de fingir siempre me ha parecido un asunto digno de admirar. Y de imitar, incluso, aunque no en todos los casos. Yo mismo soy un fingidor, pero casi sólo cuando escribo, porque en la vida, la verdad, fingir es algo que me resulta bastante complicado y hasta repulsivo. Casi vomitivo, pues.
Recuerdo haber fingido, sin embargo, en mis días de reportero de la nota roja en el ya extinto Diario Tiempo, cuando llegaba a la escena del crimen y tenía que averiguar los datos esenciales de la víctima: nombre, edad, ocupación, hipótesis sobre su muerte…, datos que, casi siempre, sólo podían completarse con el acercamiento a los familiares, y con gestos compungidos, de aparente identificación con la causa de su sufrimiento. Y si digo “aparente” es porque mi propósito era ese, aparentar solidaridad, dolor incluso, aunque en el fondo, en ciertos casos, llegara a pensar que quizá bien merecido se lo había tenido, etcétera. Perdonen ustedes, pero después de una semana de asistir, como reportero, a esas hermosas escenas criminales que nos suele regalar este hondo paraíso llamado Honduras, yo ya empecé a perder la sensibilidad y dejó de revolvérseme el estómago y me volví el tipo frío que, en muchas circunstancias de mi vida actual, demuestro ser con la más absoluta calma.
Finjo también, y esto es algo que algunos no parecen haber captado de mis habituales emisiones en las redes sociales, cuando opino solemnemente sobre temas sensibles de nuestra vida en este país profundo. Hace días dije que “cada vez que alguien pone una x en, por ejemplo, “todxs”, un hombre machista y violento deja de pegarle a una mujer o le perdona la vida o deja de pensar en acosarla o violarla o se arrepiente de haberlo hecho” y hubo reacciones diversas, obviamente, pero las más divertidas fueron las que demostraban, con caritas de asombro o con comentarios, que no habían entendido la intención de mi mensaje. Alguien llegó a desmentirme llamándome, prácticamente, ingenuo por creer semejante cosa. Otros dos se sumaron a mi “causa” por la inclusión de la mujer en el lenguaje, o algo así. La mayoría, por suerte, puso simples pulgares levantados, corazones o caritas de risa, lo que me permite suponer que ellos sí entendieron, o al menos, advertidos de lo que suelo yo hacer en esas redes sociales, fingieron hacerlo. Ya ven ustedes, fingir con fingir se paga.
A eso de fingir para “dar a entender algo contrario o diferente de lo que se dice” se le llama, ya deben ustedes saberlo, ironía, y la ironía no suele ser apreciada en las redes sociales, que constituyen, también se sabe, sobre todo desde que Umberto Eco se animara a decirlo, una especie de ágora para los idiotas. Y pensar que ahí jugamos todos a ser eso que, como diría Cortázar, vaya a saber si somos.
Ahí en las redes sociales no somos muy apreciados los que fingimos de esta manera, pero sí los que fingen de la manera contraria; es decir, los hipócritas. Porque, aunque la hipocresía y la ironía tengan el mismo componente del fingimiento, el uso de este componente es distinto en cada una. En las redes sociales los hipócritas son los reyes del mambo, y los irónicos, aunque movemos a veces a risa a los más cautos, somos vistos como parias, como bichos raros, como intrusos, como gente que no está en sintonía con la vida. Con esa vida hipócrita, pues (en todo caso).
La ironía y el sarcasmo constituyen el terreno propicio para que los buenos lectores demuestren lo malos lectores que son. Si la hipocresía funciona como una forma natural de la ficción, la ironía y el sarcasmo funcionan como un examen de inteligencia. Para captar la ironía y el sarcasmo se requiere de una “lectura creativa”; es decir, resulta necesaria la capacidad para darle vuelta a las palabras o al tono de esas palabras para comprender que la intención de quien las escribió o de quien las dijo no tiene nada que ver con el valor denotativo de lo enunciado sino con lo contrario.
Pasa con todo, en Facebook, en la literatura y en la vida; mucha gente entiende lo contrario de lo que debería entender simplemente por no saber leer, porque si supiera leer, entendería que muchas cosas no deben leerse de manera literal sino atribuyéndoles un valor connotativo. Esto, obviamente, constituye una paradoja, que es la esencia de la ironía. La ironía consiste, ya lo sabemos, en decir intencionalmente algo utilizando palabras que indican lo contrario. Y la paradoja en los malos lectores está en que al leer un texto cargado de ironía, no le reconocen el valor connotativo sino que lo asumen del modo convencional, y por lo tanto se privan del significado opuesto, que sería el correcto.
Pero bueno. Volvamos, mejor, a lo de la hipocresía.
Admiro, sí, como ya he dicho, a las personas que fingen para quedar bien con los demás, esas que venden, como si se tratara del casting para un drama cinematográfico, sus mejores gestos de genuina hipocresía. Admiro su disposición para la actuación e imagino, justo antes de su puesta en escena, el “ensamblaje” de sus gestos, la repetición del guion, para que nada falle y surta el efecto deseado. Así, ni más ni menos, se concibe la escritura de ficciones.
Yo, que muy cabrón he sido en la vida, nunca he sido, sin embargo, aquel en cuyo rostro se puede identificar la hipocresía. Y esto lo digo sin ironía. Prefiero incluso caer mal de entrada (no alegrarme con ellos, no solidarizarme con ellos, no decirles lo que ellos esperan) que convivir, mientras tanto, más que con ellos, con mis gestos fingidos y mis palabras infladas apenas como un globo de ilusión a punto de romperse.
Por eso, suele decir mi madre, yo soy un amargado, por eso yo no accedo a la felicidad. Y es que me cuesta convivir con esas formas de la felicidad que se expresan desde la absoluta tolerancia “para no entrar en conflictos”. Un perro o un vecino llega a orinarse al patio de nuestra casa, pero los culpables somos nosotros por no reaccionar de una manera apacible, pacífica y educada. La escuela pone a nuestros hijos a bailar zumba, pero los culpables seremos nosotros por no ser receptivos, tolerantes y modernos. Un animal nos echa el carro encima en la calle, pero los culpables somos nosotros por reaccionar verbalmente a esa imprudencia que pudo costarnos la vida. El Gobierno roba, saquea, mata y se ríe de nosotros, pero los culpables somos nosotros por protestar, por no querer vivir en paz.
A eso se reduce la felicidad en estos tiempos, pienso entonces, a dejar pasar la vida como si no pasara nada. La vida entonces, aquí, es eso que pasa mientras nosotros fingimos estar bien, ser tolerantes, educados y felices. Y hasta buenos cristianos.
Pero yo, ya lo dije, no soy ese hipócrita que deja que las cosas ocurran como si no ocurriera nada, yo no voy a fingir que todo me parece bien sólo para no entrar en conflictos, para estar en paz con los demás. Y por eso es que, a pesar de la sonrisa que no le niego a nadie, pueden verme aquí despotricando, siendo ese amargado que dice mi madre que soy, ejercitándome en el arte de escurrirse de la fiebre hipócrita de los demás.
Así, fiel a lo que sé y a lo que pienso, me embarco en luchas que los otros han de ver desde lejos y con media sonrisa hipócrita y nerviosa, como esa que tiene que ver con el intento, por parte de cierta gente insulsa, de “purgar” a la literatura de las “malas vibras”, pretendiendo extirparle las ofensas y hasta las “malas palabras”, para que no transmita “antivalores”, para que no contribuya a la “exclusión”, al “irrespeto” y a la “intolerancia”. “¡Púrguenme ésta!”, les digo, con mi característico espíritu deportivo, aunque les parezca inapropiado, impropio de mí, “todo un profesor de Letras en la universidad”, “todo un padre de familia”, etcétera. Así, fiel a lo que sé y a lo que pienso, defiendo la lectura sin prejuicios ni limitaciones, sin censuras ni imposiciones, como defiendo la escritura desde la libertad individual, pero también desde la formación y el conocimiento, esenciales para que un escritor no se crea el artífice o el descubridor de algo tan elemental como el proceso del calentamiento del agua en esta aldeíta tercermundista llamada Honduras.
Llevo ya algunos añitos cultivando el arte de escurrirme de la hipocresía, tan pegajosa, y por eso, seguramente, es que me he ganado la suerte de repeler a cierto tipo de gente que al menos parece tener alguna habilidad para percibir que, de conocernos personalmente, no me caería bien y por eso opta, así, a la distancia, a través del oportuno filtro de la distancia, por decirse que yo soy lo que ellos creen o quieren creer. He sabido de gente que dice (y cree), aún sin conocerme, quizá tan sólo por haber leído alguna opinión mía, como la que cité anteriormente sobre el uso de la x, que soy machista y hasta misógino. Un reduccionismo propio de gente sin mucha inteligencia, incapaz de ver todo más allá del blanco y negro.
En ocasiones como esa en la que alguien se encarga de informarnos al respecto es que uno llega a enterarse, por ejemplo, de su machismo y su misoginia y lo único que faltaría para confirmarlo sería un diploma con las firmas y los sellos correspondientes. Yo a veces dudo incluso sobre lo que he opinado cuando viene alguien a informarme, con un comentario en las redes sociales, que yo no tengo derecho a opinar, y mucho menos a opinar con algo de humor, porque no soy militante político o feminista o activista ecológico o vegetariano, etcétera. Dudo, en esos momentos, de mis propias opiniones y me autoflagelo, como un auténtico reconocedor de mi culpa, para hacerme ver que la próxima vez debo ser prudente, comedido, respetuoso y open mind.
Porque en estos tiempos está de moda ser open mind; no suelen aceptarse ya los que, como yo, discrepamos y nos exasperamos incluso mientras lo hacemos, los que disentimos y en lugar de aceptar libremente que los tontos campeen a sus anchas, alzamos la mano y con ceño fruncido decimos lo que pensamos; nosotros, los que solemos ser llamados “conservadores” por no ser open mind con la estupidez humana, que como ya lo dijo Einstein desde hace un montón de años, es, tristemente, infinita. Pero nosotros los inconformes, los amargados, los criticones, los que no tenemos sosiego, los que no somos hipócritas ni tratamos de engañarnos a nosotros mismos, somos, quizá, el modesto peso en contra en la balanza que sostiene, en estos tiempos modernos, toda la imbecilidad del mundo. También tenemos un papel en esta gran impostura. Sepan, por favor, tolerarnos, y seamos felices, cada uno a su manera.
02 martes Jul 2019
Posted Lo demás es ficción
inMi nuevo artículo en Tercer Mundo habla sobre los lectores, los buenos y los malos, los que leen sólo por el placer más básico del entretenimiento y los que saben encontrar en los libros otras posibilidades:
Saber leer es algo que apreciamos bastante quienes sabemos leer. Esa oración parece contener un lugar común pero no es así; la mayoría de las personas leen, pero no saben leer, y ni siquiera saben que no saben leer. Estoy hablando de literatura, por supuesto, aunque es algo que puede comprobarse, incluso, desde los comentarios en los muros de Facebook, esa especie de Ágora de la actualidad en la que todos dicen cosas aún sin tener nada importante que decir. Incorpora, también, la oración, dirán algunos, un alto componente de vanidad, y eso sí estoy dispuesto a aceptarlo; puedo presumir tranquilamente de ser un buen lector, sin temor al linchamiento, pues a nadie, más que a mí, estoy seguro, le importa un carajo que yo sea un buen lector. Cada día me veo al espejo y me digo: “Espejito, espejito, ¿quién es el lector más bonito?”, y me río solo, cuando no veo, con escepticismo, mi característica mueca de ironía y de ganas de joder. En eso consiste la soledad del buen lector, me digo: en la posibilidad de sentirse el mejor lector del mundo sin que eso le importe a nadie más allá de ese hábitat propio delimitado por la distancia que hay entre nosotros y el libro, o entre nosotros y el espejo, que viene a ser lo mismo.
Para alguien que no sabe leer no hay diferencia, por ejemplo, entre una crónica de partido de fútbol del diario As de España y otra del diario Diez de Honduras; le da lo mismo leer a Javier Marías que a César Indiano; los artículos de Tercer Mundo o los de La Tribuna. Es decir, no se percata de las diferencias que existen entre algo escrito con calidad o al menos con corrección y decencia y eso otro que podríamos considerar pura bazofia. Noten que este tipo de comparaciones sólo las hacemos los buenos lectores, pues los malos lectores, al ignorar que lo son, complacidos y hasta regocijados con su mal gusto, nunca dejarán de leer el patetismo sensacionalista con redacción nivel escolar de Diez, la burda expresión escrita de sus complejos y de su opinión pagada en César Indiano y las cínicas, absurdas o cómicas columnas, cargadas de falsa intelectualidad, de ese parto impreso llamado La Tribuna.
A leer bien se aprende leyendo mucho, o mejor dicho, leyendo muchos buenos libros; porque hay quienes creen que hacen algo importante con su tiempo y con su vida leyendo a Paulo Coelho o a Jojo Moyes o a Elvira Sastre, pero lo que en realidad hacen es multiplicar los efectos de su mal gusto, de manera que entre más Coelhos o Jojomoyes o Elviradesastres lean, en peores lectores se convierten. ¡Pobres de ellos, que no entrarán jamás al reino de los cielos de la literatura! Primera recomendación del día: no multipliquen los efectos de su mal gusto. A menos que les valga un pepino o que sólo busquen el sano entretenimiento; algo, por supuesto, nada reprochable.
La mayoría cree que para ser un buen lector (de literatura, perdón por la insistencia) basta con sumar páginas volteadas de un libro; es decir, creen que, en términos de lectura, la cantidad es directamente proporcional a la calidad, pero ya lo dije y lo repito, aunque de otra manera: somos lo que leemos, del mismo modo en que podríamos decir, por ejemplo, que somos lo que comemos. Y si uno come mierda, en mierda se convierte. Podríamos, sí, aceptar que la cantidad importa, sólo cuando se trata de leer muchos-buenos-libros, pero ojo con eso que creemos que son buenos libros. He visto a un montón de poetas, por ejemplo, que se pasan la vida leyendo los libritos de poemas que publican otros poetas como ellos, libritos que trajeron del último festival de poetas al que asistieron y con cuyos autores suscribieron el compromiso de leerse (y tirarse piropos) mutuamente, libritos que, por muy delgados que sean, por muy poco lomo que tengan, ya forman montañas en sus casas, incontrolables montañas que restan espacio a los buenos libros que deberían estar leyendo. Segunda recomendación del día: no se dejen recomendar libros de cualquiera. Ese alguien cualquiera que, más allá de decir que el-libro-es-buenísimo-porque-trata-acerca-de…, no sabría explicar aspectos relacionados con la forma en el libro; ese alguien cualquiera que no sabría decir qué es lo que hace que ese libro sea literatura y no, por ejemplo, un manual de jardinería. No confíen en ellos.
Leer bien (literatura, pero también lo demás) es algo que se logra con la práctica, sí, pero debe ser una práctica en comunión con el sentido común, y el problema con el sentido común es que se trata de algo que se trae o no se trae, está ligado al desarrollo de la inteligencia, algo que debe empezar desde que uno es niño, y por lo tanto, si una persona no tiene muy desarrollado esos dos aspectos: sentido común e inteligencia (aunque no sé si deba hablar de una cosa sin la otra), podrá matarse pasando páginas sin que eso lo lleve a ningún lado. He conocido gente a la que no le falta un libro bajo el sobaco (y una lista de libros leídos en la punta de la lengua), pero con la que no se puede hablar sin que uno llegue a notar que lo supuestamente leído debió ir a parar a un lugar bastante lejano. Esos casos, generalmente, derivan en poetas o narradores catrachos, muy de moda en estos tiempos de likes.
No es lo mismo, sin embargo, un lector primerizo o un mal lector que sólo lee por placer, con su falta de experiencia y todo, con su mal gusto y todo, pero por placer (o por presumir en Facebook e Instagram, como sea), y un mal lector que además pretenda ser escritor y publique lo que escriba. Los primeros no le hacen daño a nadie; son, de hecho, ejemplos de resistencia en un mundo dominado por la banalidad de las redes sociales; pero esos últimos, es decir, los que también escriben, son peligrosísimos, entre otras cosas porque, en su afán por sobresalir, se convierten en los voceros y los prescriptores oficiales del mal gusto. Tercera recomendación del día: no vean programas de televisión catrachos dirigidos por estos oscuros personajes de ficción que ni siquiera aprendieron nunca a redactar.
La mayoría no se entera, hay que decirlo; la mayoría de los lectores no saben si son o no buenos lectores, y en el caso de que se lo preguntaran, no les importaría, o dirían simplemente que sí, que por supuesto, que cómo van a ser malos lectores si leen ¡tres libros al año!, ¡veinte poetas al año!; y eso (esa ignorancia respecto a sus capacidades como lectores) tiene que ver con el escaso desarrollo del sentido crítico.
Un lector que sólo lee por placer seguramente podrá pasar por alto aspectos fundamentales del texto sin que eso le reste posibilidades al placer. Total, entretener es algo que cualquiera puede lograr, escribiendo libros o contando chistes. Pero un lector con sentido crítico, un lector despierto, que sabe, por ejemplo, que el valor de un texto literario no está en el fondo sino en la forma, estará más capacitado para enfrentar lecturas más difíciles y exigentes, en las que encontrará, probablemente, un mayor placer que el que le puede deparar una novela con una anécdota curiosa e interesante, lo que la hace “buenísima” y “recomendable”.
Para empezar a leer literatura es necesario, en primer lugar, que el lector esté anuente a establecer ese pacto con lo que lee; en el caso de las ficciones, el pacto tiene que ver con la aceptación, por parte del lector, de que lo que lee, más allá del hecho de que se trate de una ficción, sucedió en realidad; ponerle un muro a eso implica quedarse de este lado del muro; y con la poesía el pacto pasa por la aceptación de que el lenguaje utilizado por este género literario es un lenguaje figurado, de carácter simbólico, representativo, y que por lo tanto resulta plurisignificativo.
Para un tipo de lectura como el que exige la literatura se requiere no solamente de presencia de ánimo, de predisposición, sino también de imaginación y de creatividad, elementos necesarios para lograr ver más allá de lo que dicen las palabras y de esa manera conectar con eso otro deliberadamente oculto en el texto. Cuarta recomendación del día: no crean que leer literatura es comida de trompudo. Si de verdad quiere alguien ser buen lector de literatura, debería empezar por lo menos por averiguar qué es eso del lenguaje figurado y cuál es la diferencia entre la denotación y la connotación; con eso, tan básico, entenderán muchas cosas y le sacarán ventaja a un montón de malos lectores.
¿Por qué es común, en el mundo de la literatura, encontrarse a personas que dicen ser escritores pero que no lo son, que publican libros pero que esos libros no suman en el registro del arte literario de su aldea más que en la columna de los despropósitos? ¿Por qué no abundan, en el mismo sentido, los ingenieros o los arquitectos, por ejemplo? ¿Por qué cualquiera cree poder escribir un libro, pero no cualquiera cree poder construir un edificio? ¿Por qué hay tantas personas que, en determinado momento de su vida, llegan a decir: “es que si yo escribiera un libro sobre mi vida…”? ¿Por qué, cuando se trata de escribir, cualquiera se siente capaz?
No es que la literatura sea un asunto fácil de lograr; lo que sucede es que es fácil aspirar a ella, y casi siempre ocurre que entre la aspiración y el hecho concreto de publicar un libro no hay mediadores (la crítica literaria, los estudios formales, la lectura seria, el sentido común) que funcionen como disuasorios, por lo que cada uno acaba produciendo y mostrando algo, cualquier cosa, en medio de esa masa de gente sin criterio, que constituye la mayoría de los lectores, una masa que ahora se manifiesta en blogs, en Facebook y, con suerte, en las barras de los bares.
Es tan débil, en estos países nuestros con escasa formación literaria, la línea que separa nuestros criterios sobre lo que es y lo que no es literatura, que cuando uno que sabe se atreve a señalar cosas puntuales, el que no sabe se ofende y refunfuña y patalea, hace cualquier cosa para expresar su inconformidad, pero no hace nada para intentar demostrar que sabe, para intentar demostrar que el otro estaba equivocado. Pero es que para eso último se requiere, obviamente, contar con las herramientas necesarias. Y no bastan el reclamo ideológico o el simple argumento de la “libertad de expresión” para decir que lo que uno u otro escribe es literatura. Algunos (muchos, de hecho) dirán que sí, que nadie les puede decir lo que es o no es literatura, o querrán establecer “un nuevo canon” basándose en argumentos ideológicos, extraliterarios, pero eso que hacen, por mucho que la demagogia lleve a algunos a adherirse a su causa, no es más que un simple pataleo, un sofisma de esta época en la que, como ocurría en la Edad Media, importa más creer que tener la razón.
Cuando en temporadas como ésta, en la que cuento con bastante tiempo para leer, para escribir y para reflexionar sobre lo que leo y lo que escribo, pienso en la suerte que tengo de haber llegado hasta mis casi cuarenta años sabiendo identificar las diferencias entre literatura y lo que Truman Capote llamaba (refiriéndose a lo de Kerouac) simple “mecanografía”, no puedo evitar sentir esa soledad que tiene el lector, un lector cualquiera, cuando luego de terminar de leer un libro quiere comentarlo con alguien y se da cuenta de que nadie más, cercano a él, ha leído ese libro, pero al mismo tiempo experimento esa sensación de poder que supone ese grandioso acontecimiento íntimo y secreto de haber descubierto algo que nadie más, aquí cerca, ha descubierto; y entonces me lanzo de nuevo a mi biblioteca, porque sé que, siendo un buen lector, jamás podré sentirme realmente solo si tengo buenos libros a mano.
01 sábado Jun 2019
Posted Artículos, Lo demás es ficción
inMi nuevo artículo de la columna «Lo demás es ficción» en Tercer Mundo habla (resumiendo) de política, de depresión y de redes sociales:
No he venido hoy a decir nada nuevo sobre estos tiempos que corren (ni que fuera yo un gurú de los fenómenos sociales), pero sucede que a veces, en mi condición de gruñón inconforme y poco apto para el optimismo, se me antoja hacer el repaso de las desgracias que alcanzo a observar a mi alrededor, quizá sólo para mantener vigente la alerta, para recordarme (y de paso intentar recordarle a los demás) cómo estamos y hacia dónde podríamos estar yéndonos.
Probablemente al final eso no sirva de nada, pues suele ocurrir que aunque estemos al tanto del origen de nuestras calamidades, de nuestras diversas formas del hundimiento, actuamos ante ellas con apatía, con una mueca de cansancio o de aburrimiento, como auténticos campeones de la indiferencia. Dan fe de ello mis ojos de espanto al ver la cantidad reflejada en el recibo de la energía eléctrica este último mes, mis ganas de tomarme, para incendiarlo, un edificio de la empresa que emite esos recibos y mi posterior caída en esa sensación de impotencia, tan arraigada en nosotros durante los últimos años.
Eso que me ha ocurrido a mí les ocurre a casi todos en este país; es un fenómeno, aunque repetitivo, curioso, y desgracias aparte, a veces incluso cómico; podríamos considerar que es nuestra “curva de la indignación”: despegamos con el asombro, llegamos indignados a nuestro punto más alto y, por último, caemos plácidamente y de inmediato nos echamos a dormir.
Vemos, en este país con nombre de abismo, que cada tanto estalla una “revolución”, o al menos así es como llamo yo a esos puntos más altos y de efímera existencia en la gráfica de nuestra rabia, y con la “revolución” resurge la esperanza del cambio, pero llegado el momento, cuando nuestra furia se aburre o se cansa o es apagada (“reprimir” es el verbo comúnmente aceptado), volvemos a la normalidad, que en un país como el nuestro consiste en saber que en cualquier momento podría suceder lo que sea, como que estalle una revolución, que le prendamos fuego a todo, como poseídos por la locura de los Targaryen, o que los de arriba inventen una manera más descarada de reavivar nuestra potencia reaccionaria.
De las cosas que uno aprende viviendo en un país como Honduras es que aquí resulta difícil, dificilísimo, para algunos incluso imposible, encontrar motivos para el optimismo. “El mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria”, escribió Sabato en uno de sus últimos libros, y hay mucha poesía en esa idea de un hombre que, a pesar de su infortunio, es capaz de cantar o de reír, de dedicarle gestos de alegría a su miseria, y aunque no dudo de la existencia de ese tipo de seres humanos, me cuesta mucho imaginarlos en este país llamado, cómo no, Honduras, en donde todo se hunde a diario y nosotros, los espectadores, apenas parecemos capaces de parpadear, con la boca abierta, cuando no nos damos la vuelta para ver hacia otro lado.
Yo, que soy un inconforme crónico, un pesimista consumado, un crítico perenne, un amargado ocasional pero con excelente espíritu deportivo (que no debe confundirse con optimismo) vengo hoy, cómo no, a soltar esta opinión sobre ciertas “desgracias” que observo todos los días en esta sociedad alienada en medio de la cual vivo, que padezco y que soporto con estoicismo, entre mi ceño fruncido y mi irónica sonrisa permanente; unas “desgracias” cuya existencia sólo podemos entender porque vivimos en los tiempos de los likes, de algo a lo que las huestes adolescentes y posadolescentes llaman, con aparente orgullo, “valeverguismo”, y de la depresión como modus vivendi. Con un panorama así es difícil que la “revolución” no recurra a “treguas navideñas”. ¿Cómo podríamos esperar que la cosa funcione si mientras nos indignamos empezamos a buscar el mejor ángulo para la selfie?
Eso que pareciera sólo suceder con la gente más joven y que consiste en declararse tristes, buenos para nada y candidatos firmes al suicidio, en realidad es posible que nos esté ocurriendo a todos en este país, en mayor o menor medida. Quizá el país entero esté sumido en una profunda depresión y no nos hayamos dado cuenta o no queramos aceptarlo todavía. Quizá es sólo que los de mi generación, los que nacimos y crecimos sin teléfonos móviles ni internet, los que tuvimos la suerte de observar el mundo real en nuestra infancia y nuestra juventud, hayamos llegado hasta estos tiempos de imbecilidad absoluta un poquito más capacitados para resistir. Creo que los más jóvenes le llaman a eso “resiliencia”, aunque no parezcan muy aptos para ejercitarse en ella. Es una palabra fea, hay que decirlo, aunque no tanto como la espantosa “sororidad”. Wikipedia define la resiliencia como “la capacidad de los seres humanos para adaptarse positivamente a situaciones adversas”. Los que vivimos en un país como Honduras, si bien somos los campeones de la indiferencia, también podemos jactarnos de ser los campeones de una particular forma de la resiliencia, que consiste en adaptarnos a nuestras calamidades nacionales, pero no de manera positiva sino sumiéndonos en una apacible depresión.
Un fantasma recorre las calles de estos tiempos. Y asusta y entristece a quien es capaz de verlo. De un tiempo acá he venido observando el comportamiento de esta última generación de jóvenes y no puedo evitar retroceder en el tiempo y recordarme a mí mismo cuando tenía su edad, cuando si queríamos “expresarnos” no lo hacíamos en Facebook, porque eso no existía, afortunadamente; si nos gustaba una mujer, se lo decíamos de frente, con educación, respeto y galantería, y no con emoticonos por WhatsApp; no apelábamos a la libertad de expresión para emitir nuestras “opiniones contundentes”, pues no solíamos considerar que las tuviéramos, puesto que no habíamos vivido y leído lo suficiente para tenerlas. Eran otros tiempos, en los que no existía eso de la “posverdad” ni teníamos que soportar el patetismo de los llamados “influencers” porque no podíamos respetar a los tontos con ínfulas que hoy se pasean como grandes figurones en la televisión o en las redes sociales; no existían la desatención y las facilidades para que la basura que escriben los Elvirasastres y los Marwanes fuera considerada literatura; y el “bullying” lo combatíamos a cachimbazos desde la escuela y a la depresión la agarrábamos del pescuezo y le decíamos, con valor: “¡aquí te me quedás, hija de puta, aquí quien manda soy yo!”, y nos poníamos a hacer ejercicio, a practicar algún deporte, que funcionaba (y funciona) muy bien como antidepresivo.
Tampoco existían los call centers en aquella época y asumíamos que debíamos trabajar en cualquier cosa y si eso representaba seguir siendo pobres, asumíamos también nuestra pobreza con dignidad, sin venderle el alma al diablo, porque era más importante estudiar, terminar la universidad, que ganar dinero para sentirnos un día después del pago de la quincena que seguimos siendo pobres, miserables, pero más desvelados, cansados y deprimidos. Así, en aquella época yo fui cajero de banco, asistente de avalúos, bibliotecario, librero, profesor de colegio recién inaugurado, y cuando no era ninguna de esas cosas, escribía ensayitos para haraganes de colegio o de universidad que hoy seguramente ostentan altos cargos en las empresas de sus papis, o pegaba calcomanías en los carros a cambio de dos tiempos de comida, o integraba grupos focales para escoger el mejor nombre para un preservativo o la cerveza más apropiada para paladares exigentes. Y de todos esos empleos sacaba, apenas, unos pocos lempiras para pagarme el alquiler, aunque recuerdo haber acumulado una vez cuatro meses de deuda a doña White, como cariñosamente llamaba a doña Blanca, y sacaba también para comprar la pasta y el sofrito que acompañaban los plátanos que llegaban de vez en cuando desde el pueblo. Esa dieta de pasta, sofrito diluido en agua y plátano, que se repetía con una feliz frecuencia cuando las cosas andaban bien, me daba las fuerzas, supongo, para mantener la presencia de ánimo necesaria y seguir dándole cuerda a la vida, para estudiar en la universidad (aunque no siempre para pagarme el pasaje del bus, por lo que me iba a veces caminando desde Guamilito a las aulas) y para leer tres o cuatro libros por semana, que sacaba de la biblioteca o me prestaban los amigos, con un ritmo y una intensidad que seguramente jamás mostrarán los feisbukeros lectores de memes de esta época. Ya desde entonces era un inconforme crónico, un pesimista consumado, un crítico perenne de todo, un amargado de primer orden, pero aún así solía “cantar en la miseria” y mantenía ese mismo espíritu deportivo y esa sonrisa con la que aún ahora me doy riata, día a día, con todos los hijos-de-puta-motivos-para-deprimirme-que-me-salgan-al-paso.
No puedo evitar sentir nostalgia, no sólo por mí y por la forma en que crecí en esos tiempos que, aunque sea un cliché, fueron mejores que los actuales, sino también porque al tratar de ponerme en el lugar de estos jóvenes de ahora a los que me refiero, me doy cuenta de que no tuvieron la oportunidad, como la tuvo mi generación, de observar la vida con calma, sin las prisas con las que nos llevan de encuentro la tecnología y las crisis económicas o existenciales de esta época. En aquella época había más tiempo disponible, sí, pero no solíamos invertirlo en el decadente rubro de la tristeza.
Se trata ésta de una última generación de jóvenes que, a mi parecer, corren el riesgo de echarse a perder en medio de esa bruma insensata, como diría Vila-Matas, que es la tristeza. Y eso sí que es un motivo para ponerse triste. He mencionado los likes, el llamado “valeverguismo” y la depresión como modus vivendi porque creo que son los rasgos distintivos de esta generación a la que me refiero, además de lo que podríamos llamar una “actitud selfie” ante la vida, la “declaración oficial de la tristeza” y la “asunción de la inutilidad”.
¿Qué nos quedará después de todo esto?, ¿una nota suicida en el muro de Facebook?, ¿un perfil de Twitter en el que se lea: “Soy depre y cool, muriéndome desde el año en que nací”? ¿No podríamos intentar, mejor, sacudirnos la modorra y la tristeza? Si acaso hay que librar una batalla a muerte, quizá podríamos hacerlo contra eso que nos dice, como un diablillo cabrón: “quedate ahí abajo, no te levantés”; quizá pudiéramos empezar con un poco de ejercicio, con un poco de amor propio, con la decisión de salir a la calle un día y unirnos a la “revolución”, o con alguien que nos rete alegremente a cachimbazos.
03 viernes May 2019
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Hace algunos días me estrené como columnista en Tercer Mundo. Lo hice el 23 de abril justamente para hablar de libros. Aquí les dejo el artículo:
Estamos en abril y quienes escribimos y publicamos libros en este país sabemos lo que eso significa.
Durante los últimos días he recibido la tradicional cuota anual de invitaciones a impartir charlas, conferencias, talleres literarios; a integrar algún jurado calificador para elegir cualquier cosa, desde el mejor poema o el mejor cuento hasta el mural más pintoresco o el declamador más enfático y dramático o el disfraz de escritor más creativo (suelen excederse con los bigotes de Froylán Turcios y “emboinar” a cualquier adolescente con barba blanca postiza para que se parezca a Roberto Sosa); o a comparecer en algún medio de comunicación para responder a la misma aburrida pregunta: “¿Qué les puede aconsejar a los jóvenes que no leen?”. Digo “tradicional” porque desde hace unos quince años recibo ese tipo de invitaciones, provenientes, en la mayoría de los casos, de colegios en los que se les machaca a los pobres alumnos con el temita del Quijote durante toda una semana y se hacen murales y se decoran puertas y se repite hasta el cansancio lo de la importancia de la lectura y se averiguan las biografías de dos o tres escritores, etcétera, pero en los que rara vez encontraremos a un profesor y a un grupo de alumnos leyendo un libro.
El buen Miguel de Cervantes aparece, entonces, representado en cualquier pared de escuela, de colegio o de universidad con su clásico cuello de lechuguilla y muy cerca, Don Quijote, observado por Sancho, se enfrenta a su molino de viento. En algunos casos, la imagen de Cervantes es sustituida por la de su personaje, el caballero andante, y no faltarán alumnos (e incluso profesores) que crean que un escritor de nombre Don Quijote es el autor de un libro famoso en el que un hombre serio con cuello de lechuguilla se da en la madre con cuanto molino de viento se le ponga enfrente, que de eso, y no de otra cosa, trata esa gran obra de la literatura universal, según he llegado a oír.
Uno recibe, entonces, la formal invitación para invertir unas cuantas horas de su tiempo en la preparación de la “conferencia” o el “taller literario” la mayoría de las veces sin que incluya las preguntas esenciales: ¿se animaría usted a dar la conferencia, a impartir el taller?, ¿cuánto cobra por esa conferencia o ese taller?, ¿cuáles son sus condiciones? Se trata de preguntas básicas, elementales, obvias, que constituirían una muestra de cortesía o de respeto deseables para cualquier escritor y ante las que rara vez responderemos de manera negativa, preguntas que, por lo demás, probablemente sí incluyen las invitaciones cuando van dirigidas a otros “connotados personajes”, los que han hecho de las llamadas “escuelas para padres” su nicho fecundo, esos conferencistas del liderazgo o de la autoayuda, generalmente sicólogos o pastores evangélicos, que cobran por sus horas de verborrea, que cuentan con una acreditación tipo “John Maxwell Team” para que se les considere “conferencistas profesionales”, que sí tienen una agenda apretada y no necesitan “darse a conocer” sino al contrario: el mundo entero clama por ellos.
A nosotros, los que escribimos y publicamos libros, nos invitan sólo para concedernos la oportunidad de “darnos a conocer”. Porque un escritor seguramente tiene tiempo y voluntad de sobra y lo que hace con ese tiempo es pensar en su gran necesidad de reconocimiento, de aplausos, de fotos en puertas y murales, y acepta siempre oportunidades para el gozo del reconocimiento. Le aplico el tono irónico a estas palabras, pero no puedo obviar que en algunos casos es así; es decir, hay escritores que invierten toda su energía creativa en la preparación de estas oportunidades, por lo que se dedican más a la creación de una imagen propia que a la de una escritura decente.
Pero volvamos al asunto. En excepcionales ocasiones eso de “darnos a conocer” va emparejado con aquello otro de “ayudarle al escritor” comprándole un libro. En muy raras ocasiones, dije, por suerte. No quiero imaginarme un mundo en el que los lectores compren libros sólo para “ayudarle” a los escritores. Y es que las vergüenzas por las que solemos pasar quienes escribimos y publicamos libros no parten sólo de la creencia generalizada de que somos payasos de circo dispuestos a tirarnos al suelo declamando poemas con absoluta solemnidad o la de que “eso de la literatura” es un pasatiempo de románticos y de desempleados o la de que, si somos escritores, lo más lógico es que vistamos con chaqueta y boina y usemos anteojos con montura de pasta y fumemos en pipa, etcétera, y seamos melancólicos, incomprendidos, perseguidos, caóticos, borrachos o drogadictos.
Los equívocos en torno a la actividad literaria abundan en esta aldea y durante los abriles de cada año el caudal de clichés se amplía, la mayoría de las veces porque nosotros mismos, escritores hechos, rehechos o supuestos, contribuimos con estúpida voluntad, dejándonos llevar por la parafernalia de las celebraciones del “Día del Idioma”, como víctimas propicias encaminándose al patíbulo.
La idea de que quienes nos dedicamos a las letras somos “gente sin oficio” está suficientemente socializada entre la mayoría como para que se asuma que nuestro tiempo no vale para mucho más que para “darnos a conocer”. Así es como se explica que cualquiera de nosotros pase por experiencias como las que voy a referir a continuación.
En 2005, cuando publiqué mi primer libro, uno de poemas mortuorios o algo así, me fui con un amigo a una librería de San Pedro Sula con la intención de colocar ahí unos cinco ejemplares en consignación para su hipotética venta. La encargada de la librería sopesó el librito y me preguntó, con una seriedad cimentada en la duda, si “esas poesías” las había escrito yo o las había tomado de otros libros. Luego de la aclaración, que me costó justo la dosis de paciencia que nunca he tenido, me pidió que le declamara “una de esas poesías”. Le arrebaté el librito de las manos, me di la vuelta y salí con mi amigo de esa librería para no volver nunca.
Ese mismo año me invitaron de una escuela bilingüe a dar una conferencia sobre “la importancia de la lectura”. Como en aquella época yo me moría por “darme a conocer”, acepté la invitación, pero en una llamada telefónica previa a mi visita a la escuela, una profesora me preguntó si podría llevar diez ejemplares de mi libro para donárselos, no sé si a ella o a la escuela. Intenté explicarle por qué no podía “donarle” esos libros y, además, por qué cambiaba de parecer y decidía ya no ir a dar la conferencia, y lo que gané fue la indignación de aquella profesora, que terminó diciéndome que “por ese tipo de actitudes” como la que yo mostraba es que este país estaba como estaba.
Entre los episodios más recientes de esta chusca rememoración está la invitación de un diario (“de mayor circulación”) nacional para integrar el jurado calificador de un concurso de cuentos entre no sé cuántos miles de niños de no sé cuántas escuelas de San Pedro Sula. Más allá de lo abrumadora que se perfilaba la tareíta estaba el hecho de que el tal concurso de cuentos se organizaba en el marco de un negocio que ese diario se tiene desde hace algunos años y que consiste en garantizar, en un determinado número de escuelas, la venta de una buena cantidad de ejemplares una vez por semana. “El libro de los valores”, le llaman al negocito, y yo debía contribuir con mi trabajo y mi buena voluntad a mantenerlo.
Son tres anécdotas apenas, pero hay muchas más. Y si se le pregunta a cualquier escritor de estos lares, estará en condiciones de contar otras, quizá más asombrosas y divertidas que las mías.
Hablo de todo esto no con la intención de burlarme de quienes, en su ignorancia e inocencia, nos hacen pasar esas vergüenzas, ni tampoco para hacer escarnio de esos profesores o esas instituciones que amablemente y con todas las buenas intenciones del mundo nos invitan a “darnos a conocer”, sino para, quizá, pensar un poco más en el asunto y reevaluar el papel que todos (instituciones, profesores, alumnos, escritores) cumplimos en esta mascarada llamada “Día del Idioma”. Porque en lo que se han convertido las festividades en torno al 23 de abril, fecha del fallecimiento de aquel hombre con cuello de lechuguilla llamado Miguel de Cervantes Saavedra y no Don Quijote de La Mancha, es en una especie de circo que se repite en escuelas, colegios y universidades, instituciones en las que se privilegia la parafernalia cervantina y se olvida lo esencial, que es la lectura. Todo el mundo recuerda, por estas fechas, a Cervantes; todo el mundo recuerda a Don Quijote y a Sancho; pero pocos, muy pocos (y pienso, sobre todo, en los profesores), serían capaces de recordar cuándo fue la última vez que leyeron un libro con sus alumnos.
Esto es Honduras, y es difícil creer que la decoración de puertas y la elaboración de murales va a salvarnos de la ignorancia del que dice que leer es aburrido o una pérdida de tiempo, y continuar engañándonos con la idea de que un día o una semana de celebración es suficiente, es perpetuarnos en la farsa sin cuestionarla nunca.
En San Pedro Sula no hay ferias de libro ni editoriales ni librerías que hagan algo más que vender libros populares, y a nosotros los lectores no nos queda de otra que “celebrar”, como cada año, este insípido abril de hombres con cuello de lechuguilla, Quijotes y Sanchos, de molinos de viento y de murales, concursos y disfraces, de la forma en que lo hemos hecho siempre: con la oportuna distancia respecto al espectáculo circense y con la cercanía permanente de los libros, lejos del ruido y las escasas nueces.
Algo se salva siempre, sin embargo. Porque entre tanta payasada y tantas citas de libros en las redes sociales y entre tanta simpleza y tantos clichés propios de la época de las selfies y de la falsa idea de nosotros mismos, todavía nos quedan esos objetos raros llamados libros para recordarnos que en ellos, y no en otra cosa, están los verdaderos motivos de esta celebración, y que aunque en las escuelas, los colegios y las universidades ya no se lea como antes, porque ahí importa más el circo que la lectura, nosotros, en ese lugar tranquilo y lejano llamado soledad, con un libro en las manos, podemos recordarnos a nosotros mismos qué es lo que verdaderamente importa de todo esto.