
No han pasado 50 años (los que recomendaba Borges para estar en condiciones de leer un libro y emitir un juicio sobre él) desde que se publicara el más antiguo de los libros de cuentos que mencionaré en este texto, pero me permitiré hacer unas cuantas observaciones que valdrán, aunque sea, para que iniciemos una discusión. Las discusiones, ya saben, son buenas para la literatura, aunque no tanto para quienes la escriben.
Luego de explorar algunos de los libros de cuentos más recientes de la literatura hondureña me queda la impresión de que no todos sus autores saben qué es exactamente un cuento, o por lo menos, no todos saben cómo ha evolucionado este género. Sí lo saben, definitivamente, Felipe Rivera Burgos (Para callar los perros, 2004), Mario Gallardo (Las virtudes de Onán, 2007), Dennis Arita (Final de invierno, 2008, y Música del desierto, 2011) y Raúl López Lemus (Entonces, el fuego, 2013), quienes además de saberlo, logran construir, más allá de la anécdota y del servilismo ideológico, verdaderas piezas narrativas con todos los rigores y las exigencias del género.
Entre las mujeres, María Eugenia Ramos (Una cierta nostalgia, 2000), Marta Susana Prieto (Melodía de silencios, 2003) y Jessica Sánchez (Infinito cercano, 2010) han mostrado también saber cómo se hace un cuento, aunque me permito observar que en Sánchez el afán feminista da al traste a veces con su prosa; en el cuento “Margarita”, por ejemplo, leemos frases como “Yo creo que cuando una tiene un compromiso con la gente, es difícil zafarse de eso” y “mientras yo, testigo muda” (las cursivas son mías), que, obviamente, no contribuyen a la demostración del talento que la autora tiene debajo de ese ropaje feminista.
En una búsqueda auténtica se encuentra Gustavo Campos (Katastrophé, 2012). Algunos de los textos de este autor se mantienen en una indefinición: ¿cuentos o fragmentos de novelas inacabadas o en construcción? Eso, si hablamos de narrativa en general, no representa ningún problema; de hecho, la mezcla de géneros literarios está muy en boga y es muy interesante, pero aquí pretendo identificar y comentar únicamente los aportes en el género del cuento en algunos autores hondureños recientes. Quizá una mejor organización de las ideas y una lectura más atenta de los maestros del género puedan permitir en las futuras creaciones de Campos un mayor afinamiento del género.
Martín Cálix (Partiendo a la locura, 2011) es, junto a Campos, probablemente el más joven de los autores con cuentos publicados en los últimos años. El desconocimiento en Cálix de que no todo lo que se escribe es publicable no le ha permitido mostrar unos cuentos más acabados, más apegados a las normas que rigen el género; su libro muestra atisbos de un cuentista que parece estar muy cómodo en su versión beta, y si esa comodidad se extiende a sus próximos libros, no veremos de él nada digno de mención en el futuro.
El nombre de Kalton Bruhl ha irrumpido en la escena literaria hondureña con tres libros de cuentos: El último vagón, Donde le dije adiós y Un nombre para el olvido, todos publicados en 2014. Se nota en este autor una inclinación hacia géneros poco cultivados en la literatura hondureña: el relato de terror, el histórico y hasta la ciencia ficción, así como la predilección por paisajes y personajes ajenos al contexto hondureño. En Bruhl identificamos también un apego a formas tradicionales en la construcción de la narración breve: la solución ingeniosa, los finales sorpresivos. Son textos escritos con entusiasmo e ingenuidad a partes iguales, a veces correctos, a veces descuidados, en los que todavía no se atisba una voluntad de ruptura o al menos de distanciamiento que permita señalar un aporte significativo al género en Honduras.
También con libros de cuentos publicados, hay que mencionar a Javier Vindel (El domador, 1988; El traje camaleón, 1994; Proyecto H, 2005), Edilberto Lara (La imagen y el espejo, 2005), Armando García (Hasta no ver…, 2007) y Manuel de Jesús Pineda (La noche aparte, 2009).
Hay otros nombres a los que podríamos ir poniéndole la etiqueta de cuentistas pero que aún no han publicado libro. En Entre el parnaso y la maison, una recopilación de textos narrativos de autores de la Costa Norte publicada en 2011, se apuntan a esta lista Jorge Martínez, Carlos Rodríguez y Juan José Bueso, los últimos dos con cuentos muy interesantes.
En la antología de cuento centroamericano Puertos abiertos, de Sergio Ramírez, además de Óscar Acosta, Eduardo Bähr y Julio Escoto, consumados cuentistas, figuran Mario Gallardo y María Eugenia Ramos, que ya he mencionado, junto a Juan de Dios Pineda (Andares y cantares, 1992) y Jorge Medina García (Pudimos haber llegado más lejos, 1989; Desafinada serenata, 2000; y La dignidad de los escombros, 2002). Destacan, entre los menos conocidos, “Sensemayá-Chatelet”, de Pineda y “Las virtudes de Onán”, de Gallardo.
En una antología centroamericana más reciente, Un espejo roto, también de Sergio Ramírez, por Honduras, además de Sánchez, Bruhl y Campos, aparece José Manuel Torres Funes con un cuento que demuestra habilidad en el autor. Los otros textos de la antología están signados por el descuido en la redacción y el feminismo entrometido (“Margarita”, de Sánchez), la solución aparentemente ingeniosa pero más bien de mal gusto (“Banana Republic”, de Bruhl) y la indefinición del género (“El paseo”, de Campos). Con todo, este último es el que muestra una búsqueda más auténtica y el que está más a la altura de las aspiraciones de la antología.
(Nota en actualización permanente en la medida en que conozca y lea a otros autores de cuentos que tengo pendientes).