Inicio de Los días y los muertos:
DÍAS VIOLENTOS
Día 1
Walter Antonio Laínez Enamorado, de 19 años de edad… Como consecuencia de una puñalada en el corazón en el sitio del corazón murió ayer, alrededor de las tres y media de la tarde, Walter Antonio Laínez Enamorado, de 19 años de edad, tras ser atacado por Guillermo Rodríguez Estrada, de 24 años, en el estacionamiento de un centro comercial de esta ciudad, en lo que, según el reporte policial, pudo haberse tratado de un crimen pasional.
La víctima había llegado, de ocupación auditor bancario, había llegado hasta ese sitio minutos antes acompañado por su novia, cuyo nombre no fue revelado, al parecer con la intención de entrar juntos a ver una película en los cines del centro comercial. Según informó un testigo… Pero los planes de la pareja Los planes de la pareja, sin embargo, fueron truncados por Rodríguez, un exnovio de la muchacha, quien los interceptó a pocos metros de la puerta de entrada al edificio e inició una discusión con ambos, la cual terminó con el ataque un ataque de arma blanca por parte de Rodríguez, según relató la muchacha.
Una vez cometido el crimen… Después de matar a Laínez Enamorado… Un guardia de seguridad cuya identidad tampoco fue revelada por razones de seguridad aseguró haber visto al agresor salir del estacionamiento con “una de sus manos manchada de sangre”, en la que además portaba lo que podría haber sido una navaja, lo cual lo atemorizó por lo que decidió no requerirlo. Fue él quien llamó Luego llamó a la Policía desde su teléfono celular mientras observaba que a unos cien metros de distancia del sitio por donde había salido el sospechoso, éste, absurdamente, decidía sentarse en una acera y después acostarse boca arriba.
La Policía, al recibir el aviso, encontró a éste envió dos patrullas y algunos agentes motorizados para buscarlo iniciar la búsqueda del agresor pero ésta no fue necesaria ya que se lo encontraron desmayado en una acera cerca de la avenida Circunvalación, al lado de un poste del tendido eléctrico, según las indicaciones ofrecidas por el guardia. Semiinconsciente, las autoridades fue trasladado los agentes policiales lo trasladaron a la sala de emergencias del hospital Mario Rivas, en donde fue reanimado por médicos y enfermeras el personal de turno lo reanimó por completo para luego confesar su crimen a la Policía.
Rodríguez fue puesto en guardará prisión preventiva en el Centro Integrado de la Policía en esta ciudad mientras se formalizan los cargos de asesinato en perjuicio de Laínez Enamorado y de intento de asesinato contra la joven que lo acompañaba acompañaba a éste.
López leyó la nota para revisarla y luego puso el título: “Triángulo amoroso deja una víctima mortal”. La guardó en la carpeta de Policiales, copió y pegó tres fotografías en las Digitales del día, una del cuerpo en el suelo del estacionamiento, otra del rostro del agresor, captada por Diógenes en el hospital, y la última de la cédula de identidad de la persona asesinada. Apagó la computadora, tomó un trago de su bote de agua y se levantó para salir a la calle, con la única intención de llegar al café del parque y sentarse, a la primera oportunidad que se le presentara, a la mesa en la que solían sentarse Walter Antonio Laínez Enamorado, el muerto, y Guillermo Rodríguez Estrada, su asesino, cuando las cosas no eran lo que habían empezado a ser a partir de las tres y media de la tarde de ese día.
López se consideraba a sí mismo un hombre frío, después de 17 años cubriendo Generales en ese diario, muchos de ellos consumidos en la crónica policial. Sentía que estaba curado contra los efectos que la violencia restregaba en la cara de los ciudadanos todos los días. Nada de lo que veía a diario en la cobertura de los asesinatos, los asaltos, los incendios y los escándalos públicos lo asombraban o le revolvía el estómago, como sí ocurrió en las primeras ocasiones en que tuvo que cubrir alguno de estos eventos. Había llegado incluso a imitar la costumbre de Becerrita, aquel personaje de Vargas Llosa, colega suyo, que siempre se hacía tomar una fotografía con el muerto que le tocara, y había considerado armar su propio álbum con esas fotografías, que no eran muchas pero sí las suficientes como para que una novia lo dejara definitivamente el día que, por accidente, las encontró sobre una pila de libros en el mueble del televisor que tenía en su habitación. Sin embargo, López era un poco paranoico, efecto, este sí, de todos esos años escribiendo en sus notas de Policiales los nombres de asesinos, pandilleros, narcotraficantes o asaltantes que la Policía o alguna víctima o testigo señalaba como culpable de algún crimen o delito común. Desconfiaba de todos y siempre que estaba en un lugar público su mirada era un radar en busca de posibles ataques sorpresivos. Pero esta vez quería volver al Espresso Americano del parque, el café en el que veía con frecuencia a esos dos amigos, porque a las tres y media de la tarde de ese día había tenido que cubrir la noticia de la muerte de uno de ellos a manos del otro, ambos conocidos por él, no simples pandilleros de los que a diario aparecían descuartizados y metidos en costales en solares baldíos, en tiraderos de basura o en las cañeras o con las manos y los pies atados, con signos de tortura y un disparo exacto en la frente o en la boca, no muchachos desconocidos de ocupación jornaleros que días antes habían desaparecido o que habían sido sacados a medianoche de sus hogares en colonias como la Rivera Hernández, la López Arellano o la Luis García Bustamante por presuntos amigos o compañeros de negocios, no mujeres con expediente abierto en la Policía por tráfico de drogas o extorsión, con tatuajes en el pecho y la espalda y con disparos en la nuca. No, esta vez se trataba de dos muchachos a los que había visto, durante al menos un año, encontrarse en ese Espresso Americano del Centro para hablar de mujeres o de libros, como pudo constatar en las diferentes ocasiones en que llegó, sin querer, a escuchar sus conversaciones.
Salió de la sala de redacción y cuando iba por el pasillo y miró hacia la izquierda se le vinieron los recuerdos de cuando llegó a trabajar al diario. Entonces, utilizaba una máquina de escribir y no una computadora y sus pagos llegaban puntuales cada quincena. Ahora todo era diferente, pensó con tristeza o con aburrimiento o quizá con desdén. Ahora sentía que, aunque había valido la pena trabajar ahí durante mucho tiempo, la vida se le había ido considerablemente a la mierda. Tenía 36 años. Desde hacía doce vivía solo en un apartamento del tercer piso de un edificio del Centro, justo sobre la Tercera Avenida y la Tercera Calle, zona que producía un ruido incesante que se elevaba hasta su habitación cada mañana. Su única compañía permanente era su perro Káiser, obsequio de su exnovia en un día de cumpleaños, al que en las últimas semanas había podido enseñarle la habilidad de cagar en un lugar preciso. Lo de las meadas era un caso aparte y para educarlo en eso necesitaba seguir siendo paciente y asumir que tendría que lavar el piso y las orillas de algunas paredes cada tarde al llegar a casa y al levantarse por las mañanas.
Bajó las gradas del edificio alquilado por el diario para sus operaciones, llegó a recepción y firmó el libro de entradas y salidas a las 5:47 P.M. Una vez afuera, se quitó de encima el carné de identificación como reportero del diario y se lo metió en el bolsillo izquierdo de su pantalón. Pensó, como algunas veces pensaba cuando hacía eso cada tarde, en sus colegas del diario de la competencia, a quienes al parecer les gustaba exhibir su carné de identificación por las calles, para demostrar quizá lo importantes que eran o que creían ser; pobres diablos quizá todavía estudiantes de Periodismo, esperanzados en la obtención de un título que probablemente nunca llegaría, por sus jodidos horarios en ese diario y por el estúpido compromiso a tiempo completo que éste exigía de ellos. Cruzó la calle, una calle a esa hora más transitada y más ruidosa que a ninguna otra, y enfiló, calle arriba, rumbo al café. ¿Cómo sería estar ahí, a esa hora y ver la mesa vacía u ocupada por otras personas?
Día 2
Muy temprano, López se levantó para limpiar las meadas nocturnas de Káiser, depositar en el plato de aluminio de éste algo de Doggy y al lado, en otros dos recipientes, también de aluminio, un poco de leche y otro tanto de agua. Era la rutina de cada mañana antes de irse a su trabajo para incorporarse a esa otra rutina de las muertes violentas propias del periodismo policial. Porque en un país como Honduras el periodismo policial casi podía reducirse exclusivamente al ámbito de las muertes violentas, unas doce de promedio diario en diferentes ciudades, al menos las que reportaba la Policía con los levantamientos de cadáveres. Muchos más quizá perecían en otros sitios, en aldeas de municipios cercanos o del interior del país, pero de esas muertes nadie se enteraba, apenas algún familiar, algún amigo que después de tres días de búsqueda optaba por olvidarlo todo y reservarse sus sospechas para evitar meterse en líos con los victimarios.
Era así cada día, desde que su exnovia lo dejó hacía un año. Antes ella se ocupaba de Káiser pues había sido idea de ella traerlo a casa. Ahora él agradece esta decisión de su exnovia porque si a ella no se le hubiera ocurrido alguna vez regalarle una mascota y traerla a casa, él no habría podido acostumbrarse tan fácilmente de nuevo a la soledad, a esa soledad que es mayor cuando inmediatamente antes esos espacios fueron ocupados por el cuerpo de una mujer, por los movimientos de una mujer, por la sombra de una mujer. Káiser no había sido lo único que ella le dejó el día de su partida; también estaban todas las fotos en las que aparecían juntos, las cartas que él le había enviado cuando ella se fue a estudiar un año fuera del país, las figuritas de porcelana en miniatura, todos los recuerdos materiales de su vida juntos.
Caminó las nueve cuadras que separaban su casa de su lugar de trabajo, que en algunas ocasiones se convertían en diez u once pues, por seguridad, decía él, no solía utilizar la misma ruta dos días seguidos. Minutos antes de las ocho y media escribía su nombre y la hora de entrada en el cuaderno del guardia en la recepción del diario y luego subía a la sala de redacción, en donde aún no empezaba a producirse el ruido de las teclas presionadas y el de las pantallas de televisión encendidas pues a esa hora todos los que han llegado leen, lo más rápidamente posible, su ejemplar del diario que les ha dejado, doblado, Leonidas, el eterno conserje, bajo el teclado de la computadora. Un rato después, luego de la reunión de todos los de Generales con Casco, el jefe de redacción, en la oficina de éste, López se quedó un momento para comentarle algo. Ajá, López, qué me cuenta. Y entonces López le habló, con una muestra de pasión periodística que hacía mucho su jefe no le veía, de Walter Laínez Enamorado y del tipo que lo mató.
Una hora más tarde ya estaba en el Centro Integrado de la Policía, en el barrio Lempira, solicitando al jefe de turno que le permitiera un par de minutos para entrevistar al detenido Guillermo Rodríguez Estrada, acusado de asesinato. El jefe policial le dijo que por su parte no había problema en arreglar esa entrevista pero le advirtió de lo peligroso que podía resultarle tener contacto directo con un criminal. López le dijo que no se preocupara, que había razones para creer que el detenido no se tomaría a mal su solicitud. López había leído a Truman Capote. A sangre fría era uno de sus libros de cabecera y siempre había deseado cubrir un caso semejante al de los asesinos de la familia Clutter. Ahora sentía que se le presentaba la oportunidad de hacerlo. Pero, ¿realmente creía tener ahora una situación semejante? Y en el caso de que así fuera, ¿qué probabilidad habría de que Rodríguez accediera a contarle su historia? Era lo que averiguaría en ese momento, cuando el jefe policial lo guiaba hasta la celda 2, una oscura y húmeda habitación con olor a mierda y meados en la que Rodríguez se encontraba, al fondo, acostado sobre una banca de concreto.
Qué me tiene, le preguntó Casco por la tarde, después del almuerzo, en la redacción y López le dijo que había podido hablar con el tipo y que aunque no le dio una respuesta, al menos tampoco desestimó la pregunta. Y qué pregunta había sido esa. Que si estaría dispuesto a explicar públicamente por qué decidió asesinar a su amigo. Y no contestó. No. Pero lo dejó en suspenso. Sí. ¿Y qué piensa hacer ahora, López? Veré si puedo hablar con él de nuevo mañana. Ya habrá pasado la audiencia de declaración de imputado, que se hará hoy a las nueve la noche, según me dijeron. Quizá haya decidido algo para entonces. Bien, pero no deberíamos soltar esta historia y dejar de publicar algo mañana; ¿podemos publicar unos párrafos con información adicional y una fotografía del detenido en su celda? Sí, se puede. Aparte de eso, ¿qué trae hoy? Sólo unos detenidos por tráfico de marihuana y dos levantamientos en la aldea El Carmen, mujeres, atadas de pies y manos, como casi siempre. Póngale entonces, para que cerremos a la hora.
Guillermo Rodríguez Estrada, sospechoso de asesinar a Walter Antonio Laínez Enamorado hace dos días en el estacionamiento de un centro comercial de la ciudad, permanece detenido en la celda 2 del Centro Integrado de la Policía a la espera de la acusación formal de la Fiscalía, en donde se consignarán los cargos de asesinato e intento de asesinato.
En su primer día de encierro, Rodríguez recibió la visita de algunos de sus familiares…